jueves, 4 de enero de 2018

Venganza

El pasillo era largo y angosto, lo que hacía imposible pasar sin al menos rozar cada uno de los objetos en exposición. Iba empujando levemente con el pulgar, tocando cualquiera de las partes del cuerpo de aquellas reliquias de ellas mismas, convertidas en polvo y números, inmortalizadas en un presente pretérito que capturaba una diversión efímera para celebrarla con el resto de los que por allí pasaban. No se detenía apenas, si acaso para golpear dos veces el pecho de alguna armadura brillante y dejar constancia de su presencia, efímera pero real al fin y al cabo.

Lo extraño de aquel lugar es que nunca se llegaba a un final. Haberlo lo había, pero alcanzarlo era cuestión de años y no había tiempo ya para realizar el esfuerzo. Era siempre más fácil avanzar en sentido contrario, es decir, retroceder que era avanzar. Llegaría en algún momento al origen del sonido, aquella campana de cobre que provocaba el único movimiento que aquellas estatuas realizaban: la cabeza, de arriba abajo, y después de vuelta a la mirada perdida, dirigida de una a otra y de otra a otra y así infinitamente. La vista se perdía en un punto indefinido. Seguía avanzando, empujando con el pulgar, redoblando el doble toque indicador de presencia, no exento de cierta desesperación solitaria. Era su reivindicación, su venganza contra aquel silencio que la volvía histérica, que lo volvía histérico. Sus gritos rebotaban en el pasillo. De vez en cuando sentía un doble toque en el hombro.