lunes, 24 de febrero de 2020

Douglass North y el jeta de Calomarde

Leer cosas muy diferentes a la vez puede sin duda llevar a pajas mentales de las que gente como yo, con habilidad limitada para sistematizar y aclarar ideas, no solemos beneficiarnos. Por lo general, el hábito de la lectura ecléctica y desordenada no hace más que hundir a los de mi calaña aún más en la profunda confusión vital que siempre nos acompaña. Existe, no obstante, un aspecto positivo de tal práctica, ya que el desorden permite a veces que surjan vínculos disparatados entre libros que de otra manera nunca en la vida habrían aparecido en la misma conversación.

Yo, que soy un poco jeta y no me atrevo a hablar en serio de nada, me valgo de una de estas disparatadas e indefendibles conexiones para tratar a Douglass North. Siendo uno de los pocos historiadores económicos con un premio Nobel de economía en su estantería, me parece de recibo darle un poco de crédito al hombre que pasó su vida obsesionado con explicar el cambio histórico a través de la teoría económica, sobre todo cuando puedo pasarlo bien ilustrando sus abstractas teorías con Calomarde - que no Calamardo -,  ese infame personaje de nuestra historia que Sergio del Molino ha tenido a bien rescatar de la mano de libros del K.O.. Pero no perdamos el norte - pun intended -, y hablemos primero de North.

Como buen lector desordenado, aviso de que voy a escoger aquí lo que me de la gana de este autor cuya mayor obsesión fue sistematizar el cambio institucional a través de la historia, condensándolo en una teoría neoclásica de las instituciones que no dejó de metamorfosear a lo largo de su vida intelectual. Es lo que tiene el mundo, que es complicado de narices y escapa a cualquier racionalización. Enfrentado a esta complejidad, North no tardó en darse cuenta de que la teoría neoclásica servía para bien poco cuando se trata de arremangarse la camisa y meter las manos en el fango de la historia. Esto le llevó a incidir especialmente en la idea de que el mercado sin fricciones del que hablaban los neoclásicos - y del que algunos aún hablan - no era más que una quimera teórica. Los mercados del mundo real son, sorpresa, imperfectos. Su imperfección reside en los costes de transacción que acechan en cada esquina.

¿Y qué es un coste de transacción? Me preguntas. Un coste de transacción eres tú, por ejemplo, porque eres un poco limitado de nacimiento y eso significa que dejas bastante que desear cuando se trata de ser eficiente y racional desde un punto de vista neoclásico. Pero no te sientas mal, que no es culpa tuya. Para bien o para mal, las personas somos eso: personas. Esto significa que la falta de información, la distorsión del mundo que nos rodea a través de nuestras interpretaciones imperfectas y la limitación de nuestra capacidad productiva son características inherentes al individuo y a las sociedades que estos forman. 

Estas imperfecciones se transmiten fácilmente al mercado, donde encontramos numerosos ejemplos de tales costes miremos por donde miremos. Así pues, resulta que necesitamos informarnos para consumir algo, lo que significa que necesitamos a alguien que nos proporcione información sobre ese algo, lo que significa que alguien tiene que producirlo y asegurarse de que su inversión no le va a ser arrebatada, lo que significa que necesitamos a alguien que proteja la propiedad, lo que significa que necesitamos a alguien que establezca qué pertenece a quién... . En fin, se entiende el percal: Intercambiar muy caro, demasiado para afrontar cada coste individualmente. Asumir que tales costes no existen o no son relevantes para el mercado es, hablando en plata, una simplonería.

Las instituciones, esa palabrota abstracta, serán la herramienta mediante la que las sociedades humanas reduzcan estos costes y permitan el intercambio de bienes. En otras palabras, para afrontar los costes de transacción, la sociedad crea un grupo de WhatsApp y se organiza para hacer mocho y pagar los costes entre todos. Sobre esto se crea la base misma sobre la que reposa el mercado, y aunque eso no quiere decir que esté en la naturaleza de las instituciones ser eficientes o democráticas o justas, el hecho innegable es que existen y determinan el intercambio. Punto. No hay economía fuera de éstas, salvo en el mundo de las ideas y en forocoches.

Una característica curiosa de estas instituciones es que suelen ser pegajosas. Esto quiere decir que, una vez la institución determina un cierto camino a seguir y la sociedad se amolda a éste, los costes de desviarse de tal camino serán cada vez mayores. En ese sentido, las instituciones establecen cauces por los que la sociedad fluye. Cuanto más tiempo pasa, más erosionará la sociedad ese cauce y más difícil será que discurra por otro. En términos Northianos, cuanto más adaptada esté la sociedad a esa institución, más altos serán los costes - económicos y políticos - de ponerlo todo patas arriba. 

La idea no es revolucionaria, desde luego, pero los economistas siempre encuentran maneras de hacernos creer que han inventado la pólvora y North no se queda corto en ese sentido. Quizás su contribución más interesante sea la idea de que, al contrario de lo que puedan pensar algunos, las instituciones no desaparecen por el hecho de ser ineficientes. En ese sentido son un poco como los humanos que las crean: les encanta sobrevivir y reproducirse aunque su existencia sea nefasta. Precisamente, si sobreviven es porque su existencia trae beneficios al menos a una parte de la sociedad - aprovecho para saludar a Karl y Friedrich-, lo que significa que no sólo es costoso cambiarlas, sino que conocer a fondo los recovecos del cauce puede ser bastante lucrativo. 

Esto me trae ya por fin a Calomarde, provinciano que "aunque no era gato, sabía caer siempre de pie" (p. 39) y que supo adaptarse como nadie al cauce borbónico por el que la sociedad española transcurría sin gloria y con pena durante la primera mitad del siglo XIX, todo a pesar de los continuos meneos que llevaban al río de un lado para otro. Si tenemos en cuenta el marco de incentivos que proporcionaba la sociedad española de la época, bien puede defenderse que Calomarde fue un visionario, un emprendedor que ríete tú de Silicon Valley. Acabó pues donde los emprendedores sin títulos nobiliarios de la época solían acabar: "colocao" en su oficinilla o covachuela, manejando papeleo y haciéndole favores a amiguetes de la capital. 

Vale que suena menos glamouroso que ser CEO de una Start-up de inteligencia artificial, pero como diría nuestro amigo North, uno no puede pedirle a las instituciones que sean siempre eficientes o que incentiven siempre el mejor marco económico. De hecho, podemos darnos con un canto en los dientes si nos permiten si quiera llegar a un mínimo equilibrio político. En la España de Calomarde, el equilibrio era precario, pero era, y allí estaba Calomarde llevándose tajada. Lo hizo al menos hasta que los costes políticos de cambiar de régimen desaparecieron de golpe gracias a un tío muy bajito y con cara de enfadado en 1808.

Antes hemos dicho que los costes de cambiar un sistema institucional son más altos cuanto más establecido está este. ¿Qué pasa cuando el encargado de mantener tal sistema se pira a Francia? Pasa que las instituciones colapsan, establecer una constitución liberal se pone de oferta de repente y el coste de estar a favor de la soberanía popular disminuye drásticamente, al menos hasta que Fernando VII se pase por el mercado para subir los precios de nuevo. Calomarde, siempre atento a las gangas ideológicas, se dio de tortas por coger número en Cádiz, pero resultó que ya había invertido todos sus ahorros en el Madrid Borbónico. Por suerte para él, la vuelta de Fernando VII y la consecuente reconducción de las aguas españolas al cauce absolutista le permitiría pronto recuperar lo invertido. Ese mercado, el de leguleyos, nobles y chismorreos en palacios, era uno que sí conocía bien. Uno en el que podía prosperar. Y próspera fue su carrera, llegando a ser ministro de Justicia con Fernando VII. 

Si creías que nunca verías a Sergio del Molino y a Douglass North en la misma página, piénsalo dos veces. La historia de Calomarde no es sólo la de un provinciano que medró en la capital, de la misma manera que la historia de los monarquía borbónica no es sólo la de un sistema institucional ineficiente. Con respecto al segundo, lo importante no es que incentivara el emprendimiento y el bienestar, sino que el equilibrio institucional permitiera a algunos sacar tajada y elevara el coste político de alterar ese equilibrio a los otros, lo suficiente como para que les saliera a cuenta seguirles el juego a cambio de ciertos servicios mínimos. Con respecto al primero, lo importante no es que fuera un idealista o un hombre íntegro, sino que supiera adaptarse perfectamente al sistema institucional fernandino, hasta el punto de poder extraer el delicioso jugo institucional que sólo los que invierten en la especialización burocrática y en la trama palaciega saborean. 

Ya que todos conocemos a Calomardes que saben trepar desde sus tenebrosas covachuelas hasta luminosos palacios gracias a su profundo conocimiento especializado de los entresijos institucionales de un sistema cuyo marco de incentivos no siempre otorga beneficios a aquellos que más aportan a la sociedad, considero que el pensamiento de North sigue siendo relevante para entender mejor ese leviatán estatal que, pese a las utopías de algunos, ha formado y forma parte de nuestras vidas lo queramos o no y que ha sido, históricamente, necesario para organizarse mínimamente. Sólo aceptando que las instituciones forman parte de nuestro día a día podemos empezar a plantearnos mejores modos de incentivar actividades beneficiosas para el bienestar social y penalizar lo que nos aleja de que el intercambio económico beneficie a todos por igual. 

En un mundo paralelo, me gusta imaginar a North citando a Sergio del Molino.




No hay comentarios:

Publicar un comentario