martes, 31 de diciembre de 2019

Suena Mecano

Fue su primera palabra. Papá se había emocionado, creyendo que se refería a él. Ella se lo repetía, como dejándoselo claro: que no era “papá” lo que decía, sino “Papa”. Eran cosas diferentes. Así como el Yayo no era lo mismo que Papa, pues el primero vivía cerca y el otro lejos; tampoco era lo mismo Papa que papá. Los separaban los mismos miles de kilómetros. Ella lo sentía así, como una distancia física. Era una imposibilidad geográfica que papá fuera lo mismo que Papa, y eso sin tener en cuenta sus sospechas de que el segundo era a su vez papá del primero. Intentaba no pensarlo mucho, porque le mareaba un poco. Qué complicado todo. ¿Cómo podía pensar papá que se refería a él cuando decía claramente “Papa”? Menudo follón. 

Habían ido muchas veces a casa de Papa y Mami, pero nunca con abrigo y gorro, al menos no que ella recordara. Tampoco tenía muy claro que ese fuera su destino. Lo suponía porque llevaban ya demasiado tiempo en el coche. Los viajes a casa del Yayo y la Yaya eran cortos y con muchas luces de colores. Para ir a casa de Papa y Mami, sin embargo, no había luces (ni muchas, ni de colores), ni gente, ni semáforos. A veces paraban a comer. Todo cuadraba, menos el frío. El frío no pintaba nada en su diagnóstico. Ella iba a casa de Papa en pichi o en vestido, con gafas de sol y sandalias. Siempre había sido así, hasta donde alcanzaba su memoria. Sus padres, sin embargo, tenían la mala costumbre de romper las tradiciones. Menudo follón. Así no había quien se aclarase. 

Inició su protocolo de enfado habitual: mirada al suelo, labio inferior sobre el superior y ceño fruncido. La habían puesto de mal humor con tanto secretismo. En más de cinco horas de viaje no había levantado la mirada de sus botines de invierno, aunque a veces echaba un vistazo de reojo, sólo para ver si alguno le estaba haciendo caso. Sus padres, sin embargo, apenas se habían percatado de su malestar. Cantaban canciones cutres a pleno pulmón en la parte delantera del coche, que a veces se convertía en un universo aparte, un club exclusivo para adultos. Dejaron de cantar cuando una señora con voz aflautada decía algo sobre una puerta y un sol. Hablaba de echar de menos a los que ya no están y de decir adiós. Mamá le cogía la mano a papá. Ninguno de los dos le hacía caso.

Llegaron de noche, aunque “de noche” con frío es antes que “de noche” con calor. Conforme entraba por la puerta se vio envuelta por un abrazo inevitable, de pana macerada durante toda la tarde en brasero de ascuas. Papa la llevaba hasta su sofá orejero, donde empezaría a hablarle con estridencia mientras la sujetaba por las axilas. Ella reía y decía “Papa” una y otra vez tal y como sabía que le gustaba – que le “chalaba”, como diría él -. Hacía mucho tiempo que no lo veía. Más o menos desde la última vez que llevó vestido, sandalias y gafas de sol. Se alegraba de estar allí, aunque no supiera el motivo. 

Mientras su abuelo la agarraba como si se fuera a desvanecer en el aire, ella inspeccionaba el salón. Tenía ya unas cuantas pistas, pero no quería precipitarse. La última vez que se pasó de presuntuosa acabó decepcionada porque, al contrario de lo que había creído toda la fiesta, fue mamá en vez de ella la que acabó soplando las velas y llevándose los regalos. Unos meses después, sin embargo, ocurrió lo contrario. Las reglas seguían cambiando a su alrededor en un mundo incomprensible y una nunca podía ser demasiado cautelosa. En cualquier caso, el árbol, las luces parpadeantes, el bebé rubio y la mesa puesta eran pruebas casi concluyentes. Había, sin embargo, un elemento discordante, algo que no le cuadraba en aquel salón. Un vacío inexplicable.

No fue hasta que la sentaron a la mesa que se dio cuenta por fin: ¡Faltaba una silla! Miró a su alrededor con incredulidad. No podía ser posible. ¿Acaso no se daban cuenta los demás? Allí faltaba un comensal. O comensala. Como se dijera, no importaba. Faltaba un cuchillo y un tenedor y una copa y un plato y un cuenco para las cáscaras. Buscando una explicación miró a sus primos, a su tía, a Papa y a papá. Agitaba los brazos con nerviosismo y señalaba la esquina que la última vez había ocupado alguien mientras los demás se reían de su agitación. 

“Alguien quiere comer”, dijo papá, que era buen tío, pero a veces hablarle era como hablarle un muro. Aquello tenía que ser una pesadilla. Faltaba una silla y eso significaba que se había equivocado de nuevo, que no era navidad lo que celebraban sino otra cosa y que las reglas habían cambiado de nuevo. Así no había quien se aclarase. Menudo follón. Cómo iba a ella a memorizar de qué iba cada fiesta si le ponían todo patas arriba. Encima nadie parecía tener la más mínima preocupación. Todos sonreían y charlaban como si no pasara nada, sin hacer referencia al vacío en aquella mesa. No era sólo que nadie quisiera darle una respuesta, sino que ni siquiera parecían percatarse de una falta que era para ella tan evidente. 

No podía creerlo. Miró al suelo, superpuso el labio inferior al superior y frunció el ceño, aunque sabía que nadie le haría caso. Nadie, excepto Papa, que la miraba con ojos llorosos desde su silla. Este se levantó dificultosamente, pero con determinación, apoyándose en su bastón de madera mientras carraspeaba, lo que provocó un silencio de expectación. Papa posó su mirada en cada uno de los comensales hasta pararse en su nieta y, tras respirar profundamente, respondió por fin a su pregunta silenciosa mientras sonreía:  “Feliz Navidad, y que siempre haya alguien nuevo para ocupar el asiento de los que faltan”.







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