domingo, 1 de diciembre de 2019

Papá, hueles a turrón

Nosotros no celebrábamos la navidad en casa. Mi padre nunca quiso. Había algo de oscuro en su determinación, como una pulsión anti-todo. Me daban envidia mis amigos, que tenían árboles de navidad con luces de colores cutres y acogedoras. Me imaginaba el barrio como una hoguera de colores infinitos con un pixel muerto, un mini-agujero negro molesto e imposible de ignorar. Éramos nosotros siempre, el pixel muerto en la ciudad. Lo fuimos desde que llegamos, después de lo de mi madre y de que nada fuera lo mismo. Desde que mi madre murió mi familia dejó de existir y nos convertimos en un cuadradito negro en la esquina de cualquier pantalla en la que figurábamos. 

Siempre he pensado que me encanta la navidad porque mi padre la odió con toda su alma. Convertir mi amor a la navidad en un acto de rebelión es la única manera de justificarme a mí mismo. La navidad es cutre y acogedora, como sus luces. Todo lo cutre es pasado de moda y pasado de moda es todo lo que pertenece a otra generación estética. Esto le confiere un carácter trascendental a la cutrez. Enraizamos en lo cutre porque es lo único que nos proporciona una mínima sensación de perpetuidad. No tendría ningún sentido si no que el ganchillo de las abuelas nos hiciera sentir como en casa. El ganchillo de abuela nos hace eternos. Colocar bien la pieza de encaje que cubre el brazo de un sofá es un acto que resuena en la eternidad. Tiene un aura de eterno lo cutre. Mi padre nos privó de esa eternidad. 

El veinticinco de diciembre de mil novecientos noventa y ocho nos levantamos temprano mi hermana y yo. Quince y trece años respectivamente. La tarde anterior habíamos hecho una pequeña excursión a los veinte duros. En esa época no había chinos. Compramos unos diez metros de luces de colores, como si quisiéramos compensar por todas las navidades no celebradas. Cuando llegamos, mi padre aún dormía. Las luces parpadeantes de los vecinos se colaban por la ventana. Yo las miraba como hipnotizado mientras colocaba las mías, aún apagadas, alrededor de su cuello.

No tardó en llegar la ambulancia, acompañada de dos coches de policía. Sus luces se mezclaban con las nuestras, que brillaban en el balcón como banderolas orgullosas, indicando que aquel castillo había sido conquistado. Brillábamos ahora más que nadie.




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