sábado, 28 de abril de 2018

¿Menos mal?

Menos mal. Menos mal que la verdad no triunfa en esa lucha milenaria del sentido común contra el propio. El primero es un Goliath torpe, impedido por el gigantismo de sus miembros y la lentitud con la que estos se coordinan. Hace ruido e intimida su voz potente como una manada de rinocerontes que, a rebufo los unos de los otros, embisten contra todo lo que se pone a su paso. Cegado por una furia sobrecogedora que no es más que un reflejo de su miedo a caer en el olvido, toma la calle día sí y día también para imponer su orden y dejar claro que la democracia no es más que un eufemismo millennial, una reinvención sofisticada de la ley del más fuerte ahora que ya podemos ser uno y varios en esa unión mística que nos invita a abandonar el plano terrenal en busca de un nuevo dios que es el dios de siempre (lo encontraremos en algún recóndito lugar de Twitter, seguro).

David sigue vivo, pero se esconde, porque ya no sabe matar a Goliath. Están obligados los dos a coexistir en el estrecho espacio que separa la sucesión de una idea "errónea" por otra que la corrija y luego por otra "errónea" y así para siempre jamás, en el círculo vicioso de lo que está bien y de lo que no. Goliath siempre sabe más y más fuerte y más alto, pero por algún motivo, nunca es suficiente para aplastar a David, que con su voz mínima es siempre el guisante bajo los cien colchones. Es una lucha interesante que nunca se televisa, pues la audiencia dejó de estar interesada en el eterno empate. Es lo que tiene, entender la vida como algo de victorias y derrotas, que lleva a la victoriosa derrota de la razón por la ignorancia que se cree otra cosa y lo vocea con orgullo. ¿No es abuso?