martes, 31 de julio de 2018

Una refutación del tiempo lineal en re menor

El tiempo sucede de un modo extraño e incomprensible que, lejos de parecerse a una línea recta, recuerda más bien a un código morse de significado incierto. Líneas y puntos son, efectivamente, el símbolo más acertado para describir algo que es más intermitente que continuo y menos circular que sinuoso. Ni recorremos el tiempo a paso de peregrino sin fe ni lo atravesamos a la carrera como víctima que huye de lo desconocido. Más bien vamos a trompicones, teletransportándonos a través de agujeros negros que, vacíos como cementerios de recuerdos inertes, hacen de puertas improvisadas a personas desconocidas en las que acertamos a reconocer, gracias al contexto que nos ancla, una cierta idea de lo que creemos ser.

Ocurre así el tiempo de repente, de golpe y porrazo como dirían otros, trayendo a rastras los dos, diez o cincuenta años que nunca ocurrieron y que se derraman ahora por los recovecos de la arruga que siempre creíste que pertenecería a otra persona. También humedecen el abrazo que creías enterrado profundamente en tu piel olvidadiza pero que resurge ahora como una ruina desenterrada por el diluvio atemporal de las cosas que acontecen más de una vez sin que uno lo espere. El estropicio del tiempo se hace notar porque, como todo lo repentino, es impaciente, caprichoso y autoritario en su manera de ordenar. Somos esclavos del "Ahora aquí, después allá". Somos esclavos del miedo a despertar y no reconocernos, o lo que es peor, a despertar y no. Mañana, no recordaré más que el cementerio de historias sobre el que mi alma liviana atravesó una vida de sucesivas muertes y resurrecciones de mí mismo. En una de esas me perderé, pero da igual, porque el golpe del tiempo, el de los años que suceden todos a una, borrará con su contusión todo lo que fui y que no echaré ya de menos.