martes, 26 de febrero de 2019

En el parque

Sentada en el banco de enfrente, una mujer redondeada, apergaminada por los años, deja pasar la tarde en silencio. Parece que va a romper a llorar de un momento a otro, pero es una mera ilusión. Toda persona mayor de sesenta años tiene los ojos llorosos, y no es un apunte metafórico, sino meramente descriptivo. A partir de ciertas edades, las metáforas acaban por resultar casi obscenas. Estoy seguro de que hace mucho tiempo que esta mujer en concreto
nos invitó a todos los que nos podemos permitir metaforear la realidad a meternos nuestros adornos líricos por el culo. Lo entiendo y lo respeto.

Mientras escribo llega un hombre de unos setenta, calvo de profesión, con la boca de viejo (entiéndase, metida para dentro como si al jubilarse sus hijos le hubieran sellado los labios con Corega) . Coge el móvil con los cinco dedos de cada mano y lo pone delante suyo. No sé muy bien si intenta echarle una foto a los periquitos o si se ha quedado paralizado al verse reflejado, tan viejo y tan pasado de moda. Tan incompatible con el parque que le rodea, todo lleno de niños gritones, así como la ciudad que ya no entiende, que antes era campo. Una ciudad de niños gritones y él, con un móvil, paralizado. No lo entiende. No entiende nada. 

Hace rato ya que la mujer se ha ido. Llevaba una muleta, pero no era precisamente eso lo que delataba sus heridas. Menos mal que se ha ido. Creo que no se llevarían bien, ella y este hombre que sigue ahí parado, intentando enfocar a los periquitos, quizás para enviarle una foto a su nieto. 

No. Definitivamente no se llevarían bien. Ella parece entender demasiado. Él no parece entender nada.