domingo, 23 de junio de 2019

Ayer me soñé viejo

Ayer me soñé viejo. En lugar de un futuro Black Mirror - encapsulado en habitaciones de blanco puro y esterilizado, con coches volantes surcando el cielo al otro lado de ventanas redondas-, me encontré con el mismo gris cemento y la misma banda sonora decadente. Todo igual, pero más barato. El dogma del Progreso, que relevó al de la Salvación en un momento dado, va perdiendo su fuerza hasta en los sueños, cuando uno se abandona a las más disparatadas e irrealizables fantasías. Sus postulados se pudren en la boca de aquellos que se aprovechan de sus últimos empellones, semejantes a los de un toro moribundo, para llevarse las ovaciones de la grada. Tauromaquia y progreso, irónicamente unidos por la lógica inevitable del ruedo. 

No es, sin embargo, el mito del progreso colectivo el que me preocupa, sino más bien su traducción a lo personal, tanto o más dañina para el bienestar psicológico propio. ¿Acaso alguna vez creímos que podíamos escapar a la decadencia, que la curva ascendente de nuestra historia personal no tenía fin? Ayer, cuando me soñé viejo, me di cuenta de que sí, pese a mis esfuerzos por escapar tal ingenuidad. No se explica si no mi decepción al verme arrugado y lloroso, desprovisto de toda ironía, embargado por el peso de las deudas de una vida a la espalda. 

Estaba sentado en una hamaca de madera - no era de titanio ni funcionaba con un sistema de balanceo automático - y bebía té - no sé cómo es el té del futuro, pero sea como sea este no se le parecía. Me habría gustado hablar conmigo mismo. Desgraciadamente, mis sueños acostumbran a ser tan líquidos como mis textos: igual de ininterpretables en ambos casos, chispazos de un cableado mental enmarañado. Si mantuvimos una conversación, no me acuerdo. Si el sueño tenía una moraleja, no sabría decir.  Ayer me soñé viejo y vi que seguía igual, pero más gastado.