viernes, 15 de diciembre de 2017

Crónica del desamor: ¿de dónde venimos?

                Da a entender Rosa Montero en el prólogo de la nueva edición de su Crónica del desamor que no está contenta con lo que escribió, que no quiere volver a leer el libro porque lo imagina superficial, porque le da miedo sentirlo ajeno a la escritora en la que se ha convertido. Yo leí esto y me temí lo peor. Esperaba una novela esquemática y simple que describiera una transición dramatizada al estilo de las novelas históricas que salen hoy a patadas y que se preocupan más por hacernos tragar miles de datos que por trazar una historia con gusto literario. Esperaba la propaganda de una joven exaltada en una época especialmente política, una época que ahora se describe con brocha gorda y que nadie se atreve a mirar con el cuidado que se merece. No pensé en ningún momento que Rosa Montero estaba simplemente haciendo alarde de la modestia que rodea a todo buen escritor cuando escribió estas palabras. No pensé en ningún momento que lo que ella decía no era más que una exageración de alguien que, tras décadas de carrera literaria, probablemente sea especialmente receptiva a los fallos inexistentes en su obra. En definitiva, me creí lo que decía el modesto prólogo palabra por palabra. Error.


                Resulta que la novela debut de Rosa Montero es un exquisito análisis de una sociedad poliédrica, llena de matices y aristas. Entre sus páginas, la sociedad española se convierte en un laberinto de emociones difíciles de manejar y mucho menos de entender. Crónica del desamor es precisamente lo que indica su título, ni más, ni menos. Sí, el contexto es político, institucional si se quiere, lleno de siglas y de discursos elocuentes, grandes hombres y bravísimas intenciones; pero la transición de Rosa Montero no es la de los periódicos, sino la que no se ve, la que tiene lugar (sí, en presente) en el día a día de las personas, envuelta en los paños calientes de intimidad y secretismo que ni el más atento historiador sería capaz de desvelar. La política está de fondo, como no podía ser de otra manera, porque traerla al frente sería faltar a la verdad. Esto no solamente tiene que ver con la sociedad apática del posfranquismo, caracterizada por la opinión muerta y la libertad vacía. Tiene que ver con el enfrentamiento entre la realidad pública y la vivencia privada, carente de siglas, contorsionada por sus incoherencias, por nuestras incoherencias.

                Personajes como el de Ana, Laura o Cecilio exponen de un modo crudo y certero lo que significó esa transición para las personas, las que no estaban en el parlamento ni en alma ni en cuerpo porque antes del país estaba la cordura de uno mismo, difícilmente preservada en un terreno inhóspito que no entiende ni de firmas ni de acuerdos. Los personajes de esta novela viven en una sociedad de colisiones estelares en la que el ruido de la explosión desorienta hasta el punto de hacer imposible ver el alcance de esta. Nietos del franquismo e hijos de la democracia que se mueven en un mundo de sombras, nadie se salva de contradicciones, mucho menos de las estructuras sociales y culturales enraizadas en la médula de mujeres y hombres por igual.

            
    ¿Por igual? Sí. El hombre reprimido sexualmente, sediento de poder por falta de polvos, impuesto a la mujer en un matrimonio resquebrajado desde hace años, aunque nadie se atreva a recoger los pedazos. Yo pongo los cuernos y ella no, pero porque no quiere. Yo respeto la igualdad, pero no me toques las narices. La mujer, estoica, callada porque le enseñaron a sellar los labios y abrirlos sólo cuando se le indica. No es capaz de molestar porque le enseñaron a no crear problemas, y ahora que quiere libertad, las enseñanzas de sus abuelas la encorsetan como un cuerpo convaleciente cuyo traumatismo le impide moverse. Dice Rosa Montero que a sus personajes les falta profundidad, pero yo no puedo imaginar algo más profundo que un solo párrafo de reflexiones de Ana.

                El estilo narrativo fluye en forma de pensamiento, de monólogo interno, o más bien de diálogo entre dos personalidades opuestas, pero inevitablemente unidas. Fluye de la primera a la última página y su curso deja poso. Nos ayuda a entender un momento complejo como pocos, invadido por un discurso político que ha desplazado el papel de los que de verdad transicionaron: los españoles, personas de carne y hueso, que sienten, que viven y que recuerdan. Lo más impactante es que ahora, cuarenta años después, aún resuenan las preguntas que Crónica del desamor plantea. Nos obligan a mirarnos dentro, incluso a los que somos hijos de un tiempo ajeno. Nos preguntan lo que somos, hacia donde vamos, pero sobre todo: de dónde venimos.

jueves, 14 de diciembre de 2017

"Get Out": blanco y negro no hacen gris


A pesar de lo que digan los Globos de Oro, podemos estar seguros de que no, Get Out no es una comedia.

                Tras meses queriendo ver la película de la que todo el mundo habla, pero nadie sabe describir, por fin pude el otro día ponerme a ver Get Out con grandes expectativas y un puñado de galletas. Ya que no suelo ver trailers, ni mucho menos leer artículos, de películas que no he visto, me enfrenté a esta película de la mejor manera posible, es decir, sin tener ni puñetera idea de lo que me esperaba al otro lado de la pantalla. Eso sí, he de decir que viniendo de Jordan Peele, al que sólo conocía (¿Cómo no?) por los magníficos sketches de Key & Peele; y teniendo en cuenta los precedentes cada vez que un humorista intenta dedicarse al cine con aspiraciones (es decir, queriendo trascender la tontería entretenida), en mi mente se presentaba una opción en blanco y negro (sí, la broma es intencionada): “esta película, o es una soberana idiotez o es el film del año”.

                Lo cierto es que Get Out no es ninguna de las dos porque no intenta ser ni una cosa ni la otra, y es precisamente ahí donde reside su brutal contundencia. En su debut, Jordan Peele utiliza los recursos de toda una carrera dedicada al humor como forma de crítica y se queda con lo esencial, creando un universo de estereotipos tan, tan llevados al extremo, que la realidad supera a la ficción. Sorprendentemente, se esconde tras el humor histriónico de las múltiples personalidades de Peele un director serio, preclaro, poseedor de una idea ejecutada con estilo, madurez e inteligencia, que huye de los adornos innecesarios y las complicaciones dramáticas de toda obra que pretende forzar su doctrina en el público.


                Precisamente, la importancia de Get Out radica en la manera en que ésta nos muestra que la seriedad no es el único camino hacia la reflexión. Hay un hecho irrevocable: las películas sobre racismo aburren. Ojo, no aburren porque sean de racismo, sino porque vivimos en una época en la que los temas de raza han sido tan explotados y de un modo tan melodramático que al final parece que sólo hay un modo de hablar sobre racismo: drama barato, personajes arquetípicos y mensaje explícito. Basta con volver la vista a películas como Detroit, el fracasado retorno de Cathryn Bigelow, para darse cuenta de que la narración cinematográfica contemporánea del conflicto racial se desarrolla en el contexto de una burbuja de clichés y tópicos que apenas se sostiene ya y que provoca más bostezos que lágrimas. En otras palabras, cuando uno va al cine sabe ya que el negro va a ser el bueno y el blanco va a ser un cabrón con el ceño fruncido y la mirada sospechosa. A mí esto me aburre no porque no pueda ser verdad, sino porque es algo que ya se, algo que me han contado miles de veces, y que por lo tanto no me hace reflexionar. Es algo parecido a hablar del holocausto: se insiste tanto en la pena y el sufrimiento que al final se convierte en un símbolo vacío que se repite una y otra vez sin la menor reflexión, una especie de moneda de cambio cuyo único valor intrínseco es el de hacernos creer que somos buenas personas.

                Get Out no huye de estos estereotipos. Al contrario, se abraza a ellos de un modo completamente autoconsciente para ponerlos patas arriba y enseñarnos de un modo completamente fresco y renovador lo que tantos han intentado obviar a lo largo de los años: blanco y negro no hacen gris, sino blanco y negro. Es un hecho que los negros dicen nigga y se saludan chocandolos puños, como también lo es que los blancos viven en barrios residenciales y llevan sueters de lana. Obviar esto es obviar la historia de una sociedad cuya mismísima fundación está enraizada en la desigualdad racial y el abismo cultural entre dos colores que representan dos realidades socioeconómicas fundamentalmente distintas. Obviar esto es también volverse un mero altavoz del mensaje políticamente correcto, un zombi democrático que se cree defensor de los derechos por votar a Obama, odiar a Trump y haber visto Moonlight; pero que luego no puede mirar a alguien de color, ¿por qué no decirlo? a un negro, sin sentir ese vacío entre los dos, esa desconexión entre dos entes simbólicos que sólo interactúan metafísicamente en un plano irreal que nunca conlleva la presencia física, incómoda pero también reconciliadora.

No es comedia, pero presenta una situación cómica por sus incoherencias. No es drama, pero transmite un cierto malestar anímico por lo que su absurda trama representa. Plantea una pregunta simple y poderosa, difícil de poner en palabras, pero sobre todo describe magistralmente algo que sólo puede ser experimentado y difícilmente narrado. Detrás de los personajes hipnotizados de Get Out se encuentra una condición psicológica, un hecho innegable que nadie acepta: la diferencia, la condición de extraño que la sociedad asigna a un sujeto que no puede más que sentirse observado, como la victima de un experimento constante que recibe pasivamente la lluvia de comentarios y análisis que alienan más que incluyen. El problema es que tras toda esa verborrea, tras esas sonrisas benévolas y comentarios correctos, existe una realidad paralela, histórica si se quiere, que nos da forma como individuos y como grupo y que sólo puede evitarse si se lucha cuerpo a cuerpo con ella. Obviar la realidad es peligroso. Puede dar lugar a Trumps, Brexits y altercados que escandalizan a una sociedad cuya piel se ha vuelto tan fina que se escuece con el menor contacto.


                En Get Out, Jordan Peele provoca ronchas supurantes que huelen a podrido a todos esos hijos de la corrección política. Su creación transpira cabreo, pero siempre sujeto a la etiqueta de alguien que sabe que la situación a la que se refiere es mucho más complicada de lo que la pintan los demás. Al final, Get Out es una película profundamente surrealista que habla de una realidad basada en la superficialidad y el juicio rápido. A su manera, Peele nos advierte de que las diferencias no se sobrepasan con meros gestos y que sólo por escuchar a Kendrick Lamar no vas a entender lo que significa ser negro en un país como los Estados Unidos. Sólo adquiriendo conciencia de esto podemos evitar convertirnos en los risorios personajes de su película, personajes que, por muy caricaturescos y cómicos que sean, no dejan de estar anclados a una realidad dolorosa y, en efecto, muy real.

domingo, 10 de diciembre de 2017

Reseña de SZA

Ya se puede leer en El Quinto Beatle mi reseña de "Ctrl", el nuevo álbum de SZA.

Enlace: https://www.elquintobeatle.com/2017/12/05/sza-ctrl/