A pesar de lo que digan los
Globos de Oro, podemos estar seguros de que no, Get Out no es una comedia.
Tras
meses queriendo ver la película de la que todo el mundo habla, pero nadie sabe
describir, por fin pude el otro día ponerme a ver Get Out con grandes expectativas y un puñado de galletas. Ya que no
suelo ver trailers, ni mucho menos leer artículos, de películas que no he visto,
me enfrenté a esta película de la mejor manera posible, es decir, sin tener ni
puñetera idea de lo que me esperaba al otro lado de la pantalla. Eso sí, he de
decir que viniendo de Jordan Peele, al que sólo conocía (¿Cómo no?) por los
magníficos sketches de Key & Peele;
y teniendo en cuenta los precedentes cada vez que un humorista intenta
dedicarse al cine con aspiraciones (es decir, queriendo trascender la tontería
entretenida), en mi mente se presentaba una opción en blanco y negro (sí, la
broma es intencionada): “esta película, o es una soberana idiotez o es el film
del año”.
Lo
cierto es que Get Out no es ninguna
de las dos porque no intenta ser ni una cosa ni la otra, y es precisamente ahí
donde reside su brutal contundencia. En su debut, Jordan Peele utiliza los recursos
de toda una carrera dedicada al humor como forma de crítica y se queda con lo
esencial, creando un universo de estereotipos tan, tan llevados al extremo, que
la realidad supera a la ficción. Sorprendentemente, se esconde tras el humor
histriónico de las múltiples personalidades de Peele un director serio, preclaro,
poseedor de una idea ejecutada con estilo, madurez e inteligencia, que huye de
los adornos innecesarios y las complicaciones dramáticas de toda obra que
pretende forzar su doctrina en el público.
Precisamente,
la importancia de Get Out radica en la
manera en que ésta nos muestra que la seriedad no es el único camino hacia la
reflexión. Hay un hecho irrevocable: las películas sobre racismo aburren. Ojo,
no aburren porque sean de racismo, sino porque vivimos en una época en la que
los temas de raza han sido tan explotados y de un modo tan melodramático que al
final parece que sólo hay un modo de hablar sobre racismo: drama barato, personajes
arquetípicos y mensaje explícito. Basta con volver la vista a películas como Detroit, el fracasado retorno de Cathryn
Bigelow, para darse cuenta de que la narración cinematográfica contemporánea del
conflicto racial se desarrolla en el contexto de una burbuja de clichés y
tópicos que apenas se sostiene ya y que provoca más bostezos que lágrimas. En
otras palabras, cuando uno va al cine sabe ya que el negro va a ser el bueno y
el blanco va a ser un cabrón con el ceño fruncido y la mirada sospechosa. A mí
esto me aburre no porque no pueda ser verdad, sino porque es algo que ya se,
algo que me han contado miles de veces, y que por lo tanto no me hace reflexionar.
Es algo parecido a hablar del holocausto: se insiste tanto en la pena y el
sufrimiento que al final se convierte en un símbolo vacío que se repite una y
otra vez sin la menor reflexión, una especie de moneda de cambio cuyo único
valor intrínseco es el de hacernos creer que somos buenas personas.
Get Out no huye de estos estereotipos. Al
contrario, se abraza a ellos de un modo completamente autoconsciente para
ponerlos patas arriba y enseñarnos de un modo completamente fresco y renovador
lo que tantos han intentado obviar a lo largo de los años: blanco y negro no
hacen gris, sino blanco y negro. Es un hecho que los negros dicen nigga y se saludan chocandolos puños,
como también lo es que los blancos viven en barrios residenciales y llevan sueters
de lana. Obviar esto es obviar la historia de una sociedad cuya mismísima fundación
está enraizada en la desigualdad racial y el abismo cultural entre dos colores que
representan dos realidades socioeconómicas fundamentalmente distintas. Obviar
esto es también volverse un mero altavoz del mensaje políticamente correcto, un
zombi democrático que se cree defensor de los derechos por votar a Obama, odiar
a Trump y haber visto Moonlight; pero
que luego no puede mirar a alguien de color, ¿por qué no decirlo? a un negro,
sin sentir ese vacío entre los dos, esa desconexión entre dos entes simbólicos
que sólo interactúan metafísicamente en un plano irreal que nunca conlleva la
presencia física, incómoda pero también reconciliadora.
No
es comedia, pero presenta una situación cómica por sus incoherencias. No es
drama, pero transmite un cierto malestar anímico por lo que su absurda trama
representa. Plantea una pregunta simple y poderosa, difícil de poner en
palabras, pero sobre todo describe magistralmente algo que sólo puede ser
experimentado y difícilmente narrado. Detrás de los personajes hipnotizados de Get Out se encuentra una condición psicológica,
un hecho innegable que nadie acepta: la diferencia, la condición de extraño que
la sociedad asigna a un sujeto que no puede más que sentirse observado, como la
victima de un experimento constante que recibe pasivamente la lluvia de
comentarios y análisis que alienan más que incluyen. El problema es que tras toda
esa verborrea, tras esas sonrisas benévolas y comentarios correctos, existe una
realidad paralela, histórica si se quiere, que nos da forma como individuos y
como grupo y que sólo puede evitarse si se lucha cuerpo a cuerpo con ella.
Obviar la realidad es peligroso. Puede dar lugar a Trumps, Brexits y altercados
que escandalizan a una sociedad cuya piel se ha vuelto tan fina que se escuece con
el menor contacto.
En
Get Out, Jordan Peele provoca ronchas
supurantes que huelen a podrido a todos esos hijos de la corrección política. Su
creación transpira cabreo, pero siempre sujeto a la etiqueta de alguien que
sabe que la situación a la que se refiere es mucho más complicada de lo que la
pintan los demás. Al final, Get Out es
una película profundamente surrealista que habla de una realidad basada en la
superficialidad y el juicio rápido. A su manera, Peele nos advierte de que las
diferencias no se sobrepasan con meros gestos y que sólo por escuchar a
Kendrick Lamar no vas a entender lo que significa ser negro en un país como los
Estados Unidos. Sólo adquiriendo conciencia de esto podemos evitar convertirnos
en los risorios personajes de su película, personajes que, por muy
caricaturescos y cómicos que sean, no dejan de estar anclados a una realidad
dolorosa y, en efecto, muy real.
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