domingo, 30 de diciembre de 2018

Las noches viejas

El pueblo está delimitado por la fina línea que separa los villancicos de las marchas fúnebres y su tamaño siempre es el mismo. Lo que hay más allá es lo desconocido, a la sombra de lo cual crece el miedo. Desde lejos, sin embargo, sólo se ven símbolos. Los símbolos son miedo hecho poesía, incertidumbre encarnada en letras. Nos confortan porque están hechos a nuestra imagen y semejanza. La ironía está en que son luego esos mismos símbolos los que nos crean a nosotros a su imagen propia, que no es otra que la nuestra, ajena ya por razones que se escapan a nuestro entendimiento. Así sucesivamente, hasta que alguien se aburra, que por ahora no ha pasado. Y si ha pasado, no se enteró nadie. Sería un problema político, social y todo lo contrario.

Los símbolos nos rodean y es difícil evitarlos. Esto es especialmente cierto algunos días, y lo digo con conocimiento de causa, que mañana es año nuevo y la fecha me arrastra cual huracán a su epicentro de símbolos y besos fríos en las mejillas. Me produce ansiedad no comprender lo que viene y me veo tentado a dejarme vencer a la calidez del símbolo. Pero se infiltran en mí los aires de la paradoja y pienso en cómo la despedida convertida en bienvenida no es más que tristeza, violada salvajemente por la alegría violenta y estruendosa de un grupo de borrachos hasta quedar irreconocible. Cojea mientras la acompañamos, sabedores de la cercanía de su final. Nuestro beso de judas bajo un mar de luces de cotillón es su golpe de gracia. Volverá para vengarse.

Tal y como siempre queda una esperanza de que alguien abra la ventana tras cerrar la puerta, o de que sean los astros los que realmente rigen nuestro destino como leí ayer, también queda bajo esta capa de intransigencia hacia lo humano la ilusión de que a las 00:00 del día simbolizado se desvelen de verdad las incertidumbres, y que sepamos todos que 2019 será nuestro año y podamos tirar los símbolos a la basura. Algo me dice, sin embargo, que vamos a necesitarlos, al menos mientras el símbolo siga obcecado en pisarle los talones a la realidad. 

Por la noche, las sombras se alargan sobre el pueblo y la música de cotillón varía su tonalidad tal y como lo hacen las sirenas de las ambulancias al alejarse urgentemente, huyendo de la fatalidad, que unas veces se evita y otras veces no.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

A partir de aquí

Fue así como, de lugar común que se había acostumbrado a transitar con zapatillas de andar por casa, su recuerdo pasó de repente a ser un callejón oscuro que siempre intentaría evitar, especialmente por las noches. De todos los momentos que compartieron, sólo se atrevió a guardar uno. Tiró los demás por la ventana, cercenando su memoria hasta que la convirtió en la misma extraña, tan lejana ya, que lo recogió aquel día en la esquina de siempre (la que se convertiría inesperadamente en la esquina de siempre). 

Aquella tarde recorrieron con silencio entrecortado el camino que él desandó una y otra vez años después, ya sin ella. Iban muy lentos, como funambulistas cuidadosos de no pisar fuera de la fina línea que unía sus dos mundos, todavía distantes en ese momento, mutuamente ajenos. Hablaron de temas universales, más por miedo de saberse extraños que por verdadero interés. Los nublos del día se convirtieron en sustancia metafísica, compuesto su gris por las partículas elementales que determinan la felicidad de la persona. Pero no llovía. Se paraban quietas las nubes como conteniendo el aliento. 

Él, nervioso, decía que "diciembre este año venía mojado y triste" cuando lo que realmente quería era preguntar si en aquel momento le amaba ya para toda la eternidad. Ella, desconfiada de su corazón ciego, asentía respondiendo que echaba de menos "los inviernos de sol frío" en vez de decir que más o menos, que lo que pasaba más bien es que se sentía eterna cuando le quería por momentos. No era el silencio entre ellos el incómodo, sino más bien los suyos propios, sus silencios respectivos, en los que se magnificaba la resonancia del choque oxymorónico entre las palabras "verdad" y "amor". 

Llegaron al portal como arrastrados por una marea de preguntas sin respuesta. Lo invitó a pasar primero, algo que a él le pareció inimaginable, aunque no sabía muy bien por qué.Que sí. Que no. Que qué estamos haciendo. Pues eso. Pasó ella, tensa como una isobara, señalando el inequívoco camino escalera arriba con un brillo cada vez más tenue y vacilante.Una vez llegados al piso certero, abrió la puerta, con la tentación de cerrarla tras de sí mordiéndole la oreja. No podía más. Se giró y le miró a los ojos. Detrás de ella, acumulados en una estantería, estaban todos los secretos que guardaba en formol y que nunca nadie había visto hasta ese momento. Ni siquiera ella se había atrevido a abrir  muchos de ellos aún. Lo miraba con intensidad mientras comenzaba a desvanecerse. Él se quedó así, mudo, observando cómo ya no iba siendo lo que hasta hace un momento había sido. Antes de desaparecer completamente, sólo le dijo: "A partir de aquí".

Durante años siguió frecuentando aquel lugar, inspeccionando una a una las conservas almacenadas. Pringaba su brazo hasta el codo en busca de un atisbo de las nubes grises, de aquel invierno sin soles fríos. Retiraba armarios y muebles, buscando en el suelo la línea de partida que le indicara ese "a partir de aquí".

Con el tiempo se rindió y, claro, se desvaneció también. Sólo quedaron un par de tarros de cristal que nunca nadie se atrevió a abrir.