viernes, 17 de noviembre de 2017

El cielo

El ascensor era un vagabundo vertical con fauces metálicas. Traía y llevaba ojos tristes, pero con esperanza, los ojos, no él, que chirriaba en armonía con los sonidos gástricos de la emoción primeriza. La cola se salía por la puerta de aquel edificio de la plaza de San Pablo como una serpiente sibilante, murmullando en cada escama: niños con sus madres, abuelos cogidos de la mano, hombres de negocios y jóvenes desaliñados. Era una conversación colectiva incoherente, desorganizada, que formaba poemas de barullo escritos con el cuidado que sólo el azar puede concebir.

Tomás se sumergía en aquella poesía con los ojos cerrados para siempre, mirando a su madre, más bella que nunca, pálida como una llama rápida. Tenía frío, pero no por fuera, sino por dentro, en el estómago inerte donde el hambre no habitaría. De ahí se extendía al resto del cuerpo, escarcha en los intestinos y humo de nieve en la sangre estancada. También hacia arriba a través de su esófago, manguera de de invierno que no hablaba. Era una tormenta sellada, restringida por los límites de un cuerpo hermético que no hablaba, ni oía, ni.

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