sábado, 25 de agosto de 2018

Conversaciones imaginarias con una trucha de río colgada en la pared (primer premio)

Tras hablar durante más de tres horas seguidas, Marta decidió que era hora de terminar su diálogo con Fermín:

Resumiendo, han sido un par de días duros. A ti, que huyes de la gravedad de las cosas desde tu alcayata, te sonará a broma, pero te aseguro que a veces puede ponerse complicado por aquí abajo. Te pido perdón por hablar tanto, pero lo cierto es que siempre me siento mejor tras observarte durante largas horas muertas, divagando sobre cómo se verá la vida (o lo que sea) desde ese ojo gigante, que empequeñece todo lo que a través de él pasa. Me reflejo en él, o al menos lo hace mi silueta enana y gelatinosa, rodeada por un halo sobrenatural que da pistas sobre la existencia de otros mundos más allá de tu pupila. Lo sé porque percibo movimientos sutiles en la negrura pausada de tu ojo cuando te trato de tú, aunque no sé si es porque te alegras de ser mi interlocutor, o si es más bien porque te enfadas de que, encima de romper tu silencio, me atreva a tutearte (al fin y al cabo debes llevarme, al menos, veinte años de diferencia).

Soy consciente de que hoy he vuelto a caer en el error egoísta de hablarte sólo de mí, de mis calentamientos de cabeza y mis sueños semi-enterrados en realidad, pero no nos llevemos a engaño: ¿Qué puedes contarme tú, que llevas en mi salón más tiempo del que puedo recordar? Podrás arrancarte, si acaso, con un par de reflexiones afiladas por los años sobre mí, cosas que no sé y que nunca podré saber, porque aunque fueras capaz de hablar, no lo harías en el mismo idioma que yo. Dudo que tus branquias tengan la capacidad siquiera de pronunciar tu nombre. A ver, prueba: "Fermín", "FER-MÍN". Lo sabía. No eres más que un pez, sabio, pero pez al fin y al cabo. Tú sitio no está aquí, tumbado sobre esta tabla que debe de darte unos dolores de espina terribles.

Marta lloró desconsoladamente durante más de treinta minutos. Cuando llegó a los últimos sollozos, fase en la que normalmente uno se reconcilia a la fuerza con lo que se negaba a aceptar inicialmente, se levantó empujada por una determinación repentina. Esa noche llevó a Fermín al embarcadero y lo lanzó al agua sin ni siquiera despegarlo de la tabla barnizada en la que una chapa oxidada rezaba: "FERMÍN (primer premio)". Lo vio hundirse lentamente, inmovilizado por el pegamento y los años fuera del agua. Por primera vez en decenios lanzó destellos de plata, bañado en agua lunar. Marta nunca supo si sus lágrimas fueron de alegría, tristeza, miedo o paz. Quizás no eran lágrimas, sino simplemente el agua que hidrataba por primera vez los sueños sin vivir y se llevaba el polvo de los muebles acumulados en el universo escondido tras la pupila de Fermín. 

El pez siguió inmóvil hasta tocar el fondo arenoso, lleno de botellas y candados con inscripciones. Una vez allí, miró a ambos lados y, tras asegurarse de que estaba a salvo, gritó: ¡Me llamo Julián, coño! Acto seguido, Julián suspiró un racimo de burbujas juguetonas y se dedicó, por fin, a descansar, que era lo único que le interesaba como pez mayor que era.




domingo, 12 de agosto de 2018

Carreteras secundarias


Trajo con ella diez mil recuerdos de hojalata, mal atados a la espalda con una tela rugosa y agujereada. Al entrar en la habitación, se deshizo el hatillo y cayeron todos al suelo de mármol con un estruendo sobrecogedor, resonando metálicamente no en mis oídos, sino en algún lugar más profundo, difícil de identificar. Quede claro que no me refiero al corazón. Aborrezco a la gente que hace uso y abuso del órgano metafórico por excelencia, pues condenan así al inocente alcalde sanguíneo a una vida - varias, de hecho - de servidumbre sentimental bajo el yugo de los deseos y ensoñaciones más literarias y empalagosas de nuestro superyó, que en el fondo no es más 
que un ello duchado y afeitado, vestido de domingo. Si tuviera que escoger un sitio concreto, diría que fue en el húmero, por ser un hueso trascendental en la medida de sus posibilidades y humano en cuanto a que es rígido y prescindible. 

Resonó, como decía, el golpe. Todo el mundo en la estancia giró la cabeza hacia atrás con violenta urgencia, buscando al terrorista culpable de tal asesinato de silencio. Yo, única víctima, levanté con el puño los escombros de la vida que acababa de desmoronarse sobre mí y me incorporé como pude para enfrentarme a mi inevitable final. Malherido, escupiendo sangre, la miré, divertido. Me dijo que había venido por la carretera secundaria, aquella llena de baches y animales de ganado. Me dijo que se había encontrado conmigo, aún sin yo saberlo, y que me mandaba recuerdos, yo a mí mismo, aún sin yo quererlos. Después soltó la pistola que llevaba en la mano derecha y se agachó para recoger uno de los pedruscos más afilados. Aprovechando el despiste, uno de los presentes hizo amago de héroe, pero lo detuve con un gesto de mano. "Sería una pena", murmuré, "haber hecho todo este camino para nada". Su mirada cómplice fue lo último que vi antes de que me reventara la cabeza a pedradas.


domingo, 5 de agosto de 2018

Secadero

Berrean hoy en las calles las tristezas secas y cuarteadas, expuestas al sol inclemente de un domingo estéril de agosto. El mes despechado reduce a los habitantes por la fuerza y revela las miserias que, ocultas normalmente en la intimidad de una sombra húmeda y cenagosa, relucen ahora de un modo letal. Evaporada la cómoda confidencialidad del silencio pringoso del invierno, la desesperanza crece con cada gota de sudor que resbala, falsa esperanza de irrigación que nunca llega, a través de los cuerpos breves y lisiados por la luz, que se apilan en un amasijo de carne colgante y horas espesas.

En la Calle Mayor, un movimiento, un soplo de aire ágil recorre con curiosidad los restos de la civilización momentáneamente impedida, ajeno a la parálisis que lo rodea y que empieza a estrangularlo sin que se de cuenta. Silba una canción que nadie oye, despreocupado e incluso alegre, porque no tiene efecto sobre él la maldición de la luz reveladora. ¿Quién sabe? Puede que sea ésta precisamente la trampa más grande. Puede que los adornos precarios que cubren a medias la estancia de su niñez no resistan ni el más leve soplo de crueldad. ¿Resistirán un verano más los hilos putrefactos el envite de la brisa hervida?