domingo, 12 de agosto de 2018

Carreteras secundarias


Trajo con ella diez mil recuerdos de hojalata, mal atados a la espalda con una tela rugosa y agujereada. Al entrar en la habitación, se deshizo el hatillo y cayeron todos al suelo de mármol con un estruendo sobrecogedor, resonando metálicamente no en mis oídos, sino en algún lugar más profundo, difícil de identificar. Quede claro que no me refiero al corazón. Aborrezco a la gente que hace uso y abuso del órgano metafórico por excelencia, pues condenan así al inocente alcalde sanguíneo a una vida - varias, de hecho - de servidumbre sentimental bajo el yugo de los deseos y ensoñaciones más literarias y empalagosas de nuestro superyó, que en el fondo no es más 
que un ello duchado y afeitado, vestido de domingo. Si tuviera que escoger un sitio concreto, diría que fue en el húmero, por ser un hueso trascendental en la medida de sus posibilidades y humano en cuanto a que es rígido y prescindible. 

Resonó, como decía, el golpe. Todo el mundo en la estancia giró la cabeza hacia atrás con violenta urgencia, buscando al terrorista culpable de tal asesinato de silencio. Yo, única víctima, levanté con el puño los escombros de la vida que acababa de desmoronarse sobre mí y me incorporé como pude para enfrentarme a mi inevitable final. Malherido, escupiendo sangre, la miré, divertido. Me dijo que había venido por la carretera secundaria, aquella llena de baches y animales de ganado. Me dijo que se había encontrado conmigo, aún sin yo saberlo, y que me mandaba recuerdos, yo a mí mismo, aún sin yo quererlos. Después soltó la pistola que llevaba en la mano derecha y se agachó para recoger uno de los pedruscos más afilados. Aprovechando el despiste, uno de los presentes hizo amago de héroe, pero lo detuve con un gesto de mano. "Sería una pena", murmuré, "haber hecho todo este camino para nada". Su mirada cómplice fue lo último que vi antes de que me reventara la cabeza a pedradas.


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