sábado, 27 de octubre de 2018

El fumigador

Un cartel en la entrada reza: "Precaución, escalera recién desmemoriada". Aún se escucha al encargado fumigar por ahí, por el quinto piso, ahuyentando con su solución química los últimos recuerdos, los que han subido a esconderse en la azotea. El proceso de desmemoriarización tiene lugar cada cinco meses, más o menos. Las comunidades de vecinos más pudientes suelen hacerlo cada dos, razón por la cual aquí siempre se ven ojeras más largas. Esta noche, sin embargo, dormiremos bien. La memoria no armará jaleo fuera. 

Si inclinas la cabeza lo suficiente verás cómo una película viscosa recubre los peldaños de mármol, descendiendo lentamente en forma de catarata ralentizada. Son los recuerdos que, exiliados de su propio bloque, marchan allá donde alguien los quiera. Los hay tristes y felices, como ocurre en cualquier población. Entre el murmullo se escucha de todo, desde risas de borrachos que rebotan de pared a barandilla como pelotas de pinball hasta bostezos de currantes sin esperanza y jadeos de inquilinos que suben a duras penas con la compra a cuestas. Diría incluso que me parece escuchar  un par de respiraciones aceleradas, intentando seguramente disimular el frío de la madrugada con la candela fugaz de un encuentro esporádico, olvidado al día siguiente. No lo sé con certeza. Es difícil separar éstos últimos de los sollozos que en su día colgaron de camillas con cuerpos rígidos. También se van ésos. Se van por segunda vez, que no por última.

Creemos erróneamente que el desgaste de peldaños se debe al arrastrar cansino de dosmiles de pies a través de los años, pero son en realidad las cataratas de deshecho como éstas las que realmente contribuyen a la erosión de todas y cada una de las escaleras que plagan la ciudad. Son contenedores de memorias, difíciles de limpiar cuando éstas se agarran a las paredes del rellano como malas hierbas. 

Al poner el pie en el primer peldaño pierdes momentáneamente la estabilidad y miras la señal de precaución como para recordar lo peligroso que es resbalarse con un recuerdo. Más de un vecino ha acabado en el sótano por menos.

 

lunes, 22 de octubre de 2018

Octubre

Octubre llegó cortante y nos pusimos a sangrar. La imagen nos provocó tanta vergüenza, por lo predecible y lo poco ocurrente de su escaso poder metafórico, que nadie de entre nosotros se atrevió a aceptar de puertas para fuera lo que dentro era tan desgarradoramente obvio. Al principio, claro, intentamos tapar las heridas como el que parchea una rueda de bici, usando pegamento extra-fuerte para fijar sobre éstas los trozos sobrantes de piel que nuestras abuelas acumulaban en cajas de galletas vacías. La hemorragia imparable, sin embargo, no tardó en demostrar la provisionalidad de nuestro invento. En poco menos de una semana nos dimos cuenta de que era imposible salir a la calle sin arriesgarse a ser descubierto, así que la mayoría optó por quedarse  en casa acumulando sangre en tarros de espárragos blancos (o en su defecto, de garbanzos). No sé para qué especifico en realidad, si lo cierto es que, desesperados, pronto empezamos a usar cualquier tipo de recipiente y ninguno de ellos sirvió para contener la marea carmesí que desde lejos parecía más bien negra, como el alquitrán.

No fuimos capaces de aceptar la situación ni siquiera en noviembre, cuando ya habíamos sido todos arrastrados fuera de nuestros hogares por la corrientes del mar sanguíneo que inundaba nuestra antes gris ciudad. Ahora flotábamos en el plasma que habíamos llevado dentro hasta hacía poco, pero aún así intentábamos mantener la normalidad, y si al sacar vigorosamente la mano a la superficie para saludar a un conocido nos salpicaba una gota en el ojo, nos esperábamos hasta que este se diera la vuelta para limpiarnos. Todo olía y sabía a hierro, hasta tal punto que ya no éramos capaces de distinguir entre cubata y agua, ni  entre tabaco y lavanda, ni siquiera entre humo y oxígeno. Por supuesto señalar esta situación seguía siendo algo extremadamente incorrecto, razón por la cual era difícil encontrarse con alguien con quien poder compartir una opinión, aunque fuera soterrada, sobre la catástrofe. 

Precisamente por su escasez, atesoraba los momentos de despiste en los que la gente se olvidaba de la regla de oro, hundiéndose sin remedio en el ridículo de la situación. Pasó aquella vez en la cola del banco cuando alguien se intentó limpiar con la mano una manchita en la comisura del labio, dejándose un restregón granate a lo largo de todo el moflete. Nuestros ojos se cruzaron en una explosión de complicidad. Fue justo entre esa mirada y la sonrisa melancólica que la siguió cuando me di cuenta de que era ahí, en los momentos de guardias bajadas y churretes de sangre, cuando el esfuerzo titánico de mantener la esperanza me parecía al menos un poco más fácil. 







domingo, 7 de octubre de 2018

Los salvadores


El otro día, una señora levantó la vista de su lectura y preguntó con horror: "¡¿Qué será de los niños?!". El borracho de la esquina levantó la mano como saludando y contestó, "Pues los niños jugarán como siempre lo han hecho, señora". Cada uno con un recipiente busca respuestas, bebiendo con placer masoquista su veneno fermentado particular, uno de la uva; otro de lo que surge al mezclar polvo con la sangre de bichos muertos. La diferencia es que los libros no se reciclan, sino que se acumulan como losas sobre el suelo de una ciudad que colapsa lentamente bajo el peso de su propia historia, muda y pronto olvidada. Cada uno de estos es un cementerio sobre el que llorará un insensato, regando lo inerte en un sublime acto de estupidez (siendo lo sublime directamente proporcional a lo estúpido).  

Mientras tanto, mientras las viejas de la parroquia, los futbolistas frustrados, los domadores de gatos, los articulistas de media cara, los presidentes de congresos masacrados, los pilotos de taburetes de bar y en definitiva, todos los que nunca llegaron a ser; mientras juegan como niños a apilar páginas y decorarlas con conchas que pronto se llevará una ola traicionera, se descoloran al sol los grandes olvidados. Chillan a través de sus mordazas las voces que nunca llegaron a oírse y se funden en el plástico los ecos carcomidos que se corroyeron hace tiempo en los jugos de su propia ilusión caducada. Hablo de los paladines del folclore, que representan el zeitgeist de su época mejor que cien mil autores autocomplacientes, pero que están marcados por el estigma del tiempo. Es normal: un libro se escucha de tantas maneras como lectores existen; pero la música... la música es lo más cerca que uno puede estar de la objetividad. La música es realidad en estado puro, entendiendo la realidad como pasado encapsulado en presente, agitado como gas en expansión. 

En el fondo todo se reduce a una cuestión de sinceridad. Un libro deja mucho margen al autoengaño. Un libro refleja y afirma lo que uno es. Leer no es más que un ejercicio de narcisismo camuflado. Una canción, por otro lado, reventará en nuestra cara y nos obligará a enfrentarnos no con un reflejo en letras de nuestra mente; sino con la realidad, afilada, sin pulir, bruta. Deberíamos dar las gracias más a menudo a los héroes silenciosos con sonrisa eterna que se desintegran en mercadillos de barrio y en gasolineras de Castilla. Nos recuerdan lo que somos de verdad, al contrario que los libros, que se dedican a embriagarnos y a empujarnos a la autofelación (como si no fuéramos ya lo suficientemente autofelacionistas). Deberíamos de darles las gracias porque, a su manera, se sacrifican cada día por la humanidad.