lunes, 22 de octubre de 2018

Octubre

Octubre llegó cortante y nos pusimos a sangrar. La imagen nos provocó tanta vergüenza, por lo predecible y lo poco ocurrente de su escaso poder metafórico, que nadie de entre nosotros se atrevió a aceptar de puertas para fuera lo que dentro era tan desgarradoramente obvio. Al principio, claro, intentamos tapar las heridas como el que parchea una rueda de bici, usando pegamento extra-fuerte para fijar sobre éstas los trozos sobrantes de piel que nuestras abuelas acumulaban en cajas de galletas vacías. La hemorragia imparable, sin embargo, no tardó en demostrar la provisionalidad de nuestro invento. En poco menos de una semana nos dimos cuenta de que era imposible salir a la calle sin arriesgarse a ser descubierto, así que la mayoría optó por quedarse  en casa acumulando sangre en tarros de espárragos blancos (o en su defecto, de garbanzos). No sé para qué especifico en realidad, si lo cierto es que, desesperados, pronto empezamos a usar cualquier tipo de recipiente y ninguno de ellos sirvió para contener la marea carmesí que desde lejos parecía más bien negra, como el alquitrán.

No fuimos capaces de aceptar la situación ni siquiera en noviembre, cuando ya habíamos sido todos arrastrados fuera de nuestros hogares por la corrientes del mar sanguíneo que inundaba nuestra antes gris ciudad. Ahora flotábamos en el plasma que habíamos llevado dentro hasta hacía poco, pero aún así intentábamos mantener la normalidad, y si al sacar vigorosamente la mano a la superficie para saludar a un conocido nos salpicaba una gota en el ojo, nos esperábamos hasta que este se diera la vuelta para limpiarnos. Todo olía y sabía a hierro, hasta tal punto que ya no éramos capaces de distinguir entre cubata y agua, ni  entre tabaco y lavanda, ni siquiera entre humo y oxígeno. Por supuesto señalar esta situación seguía siendo algo extremadamente incorrecto, razón por la cual era difícil encontrarse con alguien con quien poder compartir una opinión, aunque fuera soterrada, sobre la catástrofe. 

Precisamente por su escasez, atesoraba los momentos de despiste en los que la gente se olvidaba de la regla de oro, hundiéndose sin remedio en el ridículo de la situación. Pasó aquella vez en la cola del banco cuando alguien se intentó limpiar con la mano una manchita en la comisura del labio, dejándose un restregón granate a lo largo de todo el moflete. Nuestros ojos se cruzaron en una explosión de complicidad. Fue justo entre esa mirada y la sonrisa melancólica que la siguió cuando me di cuenta de que era ahí, en los momentos de guardias bajadas y churretes de sangre, cuando el esfuerzo titánico de mantener la esperanza me parecía al menos un poco más fácil. 







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