domingo, 7 de octubre de 2018

Los salvadores


El otro día, una señora levantó la vista de su lectura y preguntó con horror: "¡¿Qué será de los niños?!". El borracho de la esquina levantó la mano como saludando y contestó, "Pues los niños jugarán como siempre lo han hecho, señora". Cada uno con un recipiente busca respuestas, bebiendo con placer masoquista su veneno fermentado particular, uno de la uva; otro de lo que surge al mezclar polvo con la sangre de bichos muertos. La diferencia es que los libros no se reciclan, sino que se acumulan como losas sobre el suelo de una ciudad que colapsa lentamente bajo el peso de su propia historia, muda y pronto olvidada. Cada uno de estos es un cementerio sobre el que llorará un insensato, regando lo inerte en un sublime acto de estupidez (siendo lo sublime directamente proporcional a lo estúpido).  

Mientras tanto, mientras las viejas de la parroquia, los futbolistas frustrados, los domadores de gatos, los articulistas de media cara, los presidentes de congresos masacrados, los pilotos de taburetes de bar y en definitiva, todos los que nunca llegaron a ser; mientras juegan como niños a apilar páginas y decorarlas con conchas que pronto se llevará una ola traicionera, se descoloran al sol los grandes olvidados. Chillan a través de sus mordazas las voces que nunca llegaron a oírse y se funden en el plástico los ecos carcomidos que se corroyeron hace tiempo en los jugos de su propia ilusión caducada. Hablo de los paladines del folclore, que representan el zeitgeist de su época mejor que cien mil autores autocomplacientes, pero que están marcados por el estigma del tiempo. Es normal: un libro se escucha de tantas maneras como lectores existen; pero la música... la música es lo más cerca que uno puede estar de la objetividad. La música es realidad en estado puro, entendiendo la realidad como pasado encapsulado en presente, agitado como gas en expansión. 

En el fondo todo se reduce a una cuestión de sinceridad. Un libro deja mucho margen al autoengaño. Un libro refleja y afirma lo que uno es. Leer no es más que un ejercicio de narcisismo camuflado. Una canción, por otro lado, reventará en nuestra cara y nos obligará a enfrentarnos no con un reflejo en letras de nuestra mente; sino con la realidad, afilada, sin pulir, bruta. Deberíamos dar las gracias más a menudo a los héroes silenciosos con sonrisa eterna que se desintegran en mercadillos de barrio y en gasolineras de Castilla. Nos recuerdan lo que somos de verdad, al contrario que los libros, que se dedican a embriagarnos y a empujarnos a la autofelación (como si no fuéramos ya lo suficientemente autofelacionistas). Deberíamos de darles las gracias porque, a su manera, se sacrifican cada día por la humanidad.
















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