domingo, 23 de septiembre de 2018

Señales

Se va, me voy, te fuiste, nos fuimos, se ha ido. 

Las señales del destino ahora no son más que armatostes metálicos adornando las paredes de un estudiante eterno que vive ajeno al tiempo, volviendo de vez en cuando a tumbarse en su cama de noventa para sumergirse en el celuloide de películas que pronto no podrá permitirse ver. Imaginar es para él recordar situaciones que no existieron, pero que toman forma y cuerpo de repente, provocadas por la ráfaga inesperada de un aroma cautivo. Si en este proceso apareciste por alguna esquina, que quede claro que no fue más que una mera casualidad, porque caras son comodines en este juego, tan impregnado en el jugo de lo personal que acaba por resecarse y convertirse en anónimo. 

No es lo ideal, pero no por eso es menos cierto que incluso la carta más personal e intransferible puede tener varios destinatarios. La escribió pensando en ti, eso seguro, pero de camino al buzón se cruzaron en su camino mil y una historias posibles que acabaron por confundirlo. Para cuando puso su mano en la ranura, temblaba ya con la duda de no recordarte. Envió la carta sin saber ya quién eras, con los dedos cruzados, pidiendo a Dios que la dirección escrita fuese la correcta. Nunca fue creyente hasta ese momento de tensión insoportable. Volviendo, una sonrisa, un movimiento sinuoso de nalga o incluso un roce mucho más ruidoso por dentro que por fuera; cualquiera de estas cosas pudieron actuar de calzadores con los que nuestro ceniciento particular intentó probarse tacones que siempre venían demasiado grandes. Por eso andaba siempre a trompicones.

Sentado en el metro, epicentro de sus historias, se preguntaba siempre: ¿Qué pasará con las cartas que no llegan nunca?





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