No paraba de restregarse las
manos sudadas sobre la pana gorda de los calzones. Los ojos del alcalde
viajaban fugazmente de una bata blanca a otra, algo que, unido a sus labios
rígidos y a los chorros de sudor que surcaban su frente, erosionada por el azote
inmisericorde de la genética, le confería a su gesto un cierto carácter
epiléptico. Sus continuados carraspeos no hicieron nada por acallar el murmullo
que su afirmación había levantado, por lo que el excelentísimo Vicente, alias
El Leñaor, continuó su discurso inaugural, intentando surcar sin remos el mar
revuelto de comentarios airados y exclamaciones impropias de tan distinguidos
sesos.
—No podemos olvidar que, en el fondo, datos tan
escalofriantes como éste no hacen más que reflejar el hecho vergonzante de que,
tras más de cuatro años de investigación, la comunidad científica no ha sido
aún capaz de explicar con un mínimo rigor los orígenes de El Artefacto.
Tal y como él esperaba, su
afilado comentario acalló los murmullos con una sordina de culpa y vergüenza.
Era ya el cuarto IV Científico de
Villamenor, siempre coincidiendo con el aniversario del descubrimiento de El
Artefacto; pues si el pueblo había conseguido reservarse un lugar privilegiado
en el mapa de la provincia, todo era sin duda gracias a ese afortunado día en
el que Jacinto, el de la Bernardica, se había encontrado con el extraño
artilugio cuando iba de camino a hacer soleras. El hallazgo no tardó en llamar
la atención de la prensa internacional, y lo que empezó como una serie de
visitas esporádicas acabó institucionalizándose a marchas forzadas, atrayendo
eventualmente a una multitud de personalidades del mundo de la ciencia que,
durante tres días, colonizaban el pueblo para discutir sobre uno de los mayores
enigmas de nuestro tiempo.
—En efecto, la lentitud e ineficacia de la que su gremio ha
hecho gala en una tarea tan urgente como ésta es francamente inexplicable. Me
comentaba antes el doctor Stronjholm, venido desde la universidad de Oslo, que
le parece increíble que nadie haya sido capaz de ofrecer una teoría más o menos
definitiva tras tan largo período de tiempo, y no puedo más que acompañarlo en
su confusión, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de mentes brillantes
que han sido llamadas aquí por este enigma, sirena maldita de los marineros del
conocimiento.
Antes de continuar, el alcalde
cambió de página con dramatismo, como había visto tantas veces hacerlo a los
políticos en la tele.
—Desde luego no será
por falta de originalidad y entusiasmo en el desarrollo de teorías. Entre ellas
cabe destacar la ya célebre hipótesis avanzada por McCormack (2011), la cual
defendía que El Artefacto no era más que un extravagante sistema de afeitado.
Para defender esta idea, usaba las hendiduras en la parte gomosa exterior de
las circunferencias como prueba de que, con el diseño adecuado, se podrían
encajar en éstas una serie de aplicadores de espuma en la izquierda, así como
un número determinado de cuchillas en la derecha; todo esto de tal manera que,
moviendo la manivela, uno podría llegar a afeitarse con tan sólo girar
levemente la mano. Johansson y Senstein (2013) refutaron su hipótesis y
defendieron la idea, más plausible por otra parte, de que en realidad El
Artefacto habría funcionado como un sistema de secado mediante el cual,
introduciendo la ropa entre las varillas de metal y girando la manivela a gran
velocidad, uno podía obtener resultados sorprendentes (aunque se recomendaba
poner a prueba su funcionamiento en exteriores). Otra propuesta de alto valor
imaginativo, aunque desacreditada por consenso, describía El Artefacto como un
proyector de cine artesanal, en el que la estructura quasi-triangular del
centro se usaría para posicionar una luz, incidiendo ésta directamente sobre una
serie de fotografías que, sujetas a las hendiduras (aquí notamos la influencia
de McCormack), se sucederían una tras otra, creando sensación de movimiento.
Todas y cada una de estas hipótesis han supuesto grandes avances en nuestra
búsqueda de la verdad, pero ninguna de ellas parece ser capaz de proporcionar
una explicación con carácter definitivo. Es por eso que ustedes están aquí esta
semana, participando en las jornadas que arrancarán tras la recepción de vino y
canapés que encontrarán a la salida de este auditorio.
Un brazo blanco surgió de la
homogeneidad de la grada como una hilacha suelta en una sábana. Tras hacer el
alcalde un gesto de afirmación en su dirección, el científico formuló su
pregunta:
—Sí. Hola. Simplemente me preguntaba cuándo podremos ver el
objeto en cuestión. Muchas gracias.
El alcalde sonrió
paternalmente, percibiendo el tono impaciente que la imperiosa curiosidad
científica imprimía en la voz del joven investigador.
—Oh, no se preocupen por eso, estará disponible a primera
hora esta tarde.
El alcalde paró en seco, dudando
si ofrecer más explicaciones. Cuando por fin se decidió, encogió los hombros y
se acercó al micrófono, en un intento de envolver su confesión en un aura de
confidencialidad:
—Verán ustedes, la razón por la
que El Artefacto no está aquí ahora mismo es que el hijo de Bonifacia, el
Aitorcillo, se lo lleva todos los miércoles antes de comer. Resulta que un día
se topó con él en el ayuntamiento y claro, como es tan inocente y juega con
todo lo que ve, pues se lo llevó rodando, con el resultado de que le cogió el
gusto a tirarse cuesta abajo. El caso es que Eustaquio, el médico, nos dijo que
al niño, que nació con dificultades, le venía muy bien dar paseos al aire libre
y por eso, desde ese día, le dejamos que se dé una vuelta con El Artefacto todos
los miércoles antes de comer, porque ya que no sabemos qué utilidad darle,
pensamos que no podía hacer ningún mal que el chiquillo se entretuviera con él
mientras tanto.
Los científicos que abarrotaban la
sala sonrieron con dulzura ante las ocurrencias de Aitorcillo y, tras un breve
aplauso, se levantaron a unísono para comer algo y prepararse así para las
duras sesiones de trabajo que se avecinaban.
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