lunes, 26 de noviembre de 2018

Capítulo tal, en el que hablo un poco sobre nada


Por lo general, cuando se citan otros autores se obtiene un resultado muy similar al que podría esperarse de la amputación casera de un miembro importante del cuerpo. Quiero decir que es un proceso brutal, sangriento, antihigiénico y, por lo general, inútil (salvo en casos muy excepcionales en los que hay amenaza de gangrena). Una vez hecha esta sangrienta asociación negativa, me será mucho más fácil que el que lee afirme con rotundidad cuando argumente sofistamente que citar no es más que una manera sutil de apropiarse del conocimiento de otros, forzando indebidamente las palabras ajenas hasta que éstas adquieren la forma, y por lo tanto el significado, que queremos darle.

En este proceso, nuestra mente (que no nuestro cerebro, dejemos en paz a los neutrales y objetivos órganos) juega un papel crucial, ya que es un arma de distorsión masiva cuya función no es otra que la de hacer el mundo que nos rodea más comprensible y acorde con lo que a veces nos da por llamar “nuestra identidad”. Esto ocurre especialmente con la literatura. Del mismo modo que se repite eso de que existen tantos libros como lectores, también es plausible decir que existe el mismo número de lectores que de posibles malinterpretaciones de un texto. Con esto no hago un juicio de valor, sino que describo la mi realidad, ya que podría decirse que somos malinterpretadores natos.

En realidad, suelto este discurso vacuo e innecesario, fruto del ímpetu procrastinador de alguien que huye siempre de hacer cualquier cosa que pueda considerarse útil por la sociedad, precisamente porque en el origen me habría gustado empezar este texto con una cita que me ha dado pereza me ha sido imposible encontrar, por lo que he tenido que inventarme una justificación para poder hablar con la mente tranquila de algo medianamente lúcido que alguien lo suficientemente importante dijo en un libro mínimamente conocido. Al menos espero que esto sea realmente el caso y no estar haciendo el panoli, atribuyéndole a alguien lo que en el fondo sólo me pertenece a mí.

Pero ¿Para qué vamos a engañarnos? Lo cierto es que me importa poco si pertenece sólo a mí o si vamos a partes iguales. Somos todos plagiadores, al fin y al cabo. Además, mira tú por dónde, es de esto de lo que quería hablar; de que el autor en cuestión dice que estamos acostumbrados a considerar el crecimiento como un proceso acumulativo cuando en realidad envejecer no es más que un progresivo despojamiento de todo lo que alguna vez fue nuestro, acabando obviamente por nuestra propia identidad. Por lo general creo que tiene más razón de un santo (la afirmación tiene, de hecho, aires de Nuevo Testamento) y que da igual que seas más despistado o menos porque al final todos nos acabamos dejando cosas por el camino, unas más importantes, otras menos. Por otro lado, no tendría gracia hablar del poder de distorsión de la mente si no fuera para ejercerlo sobre esta afirmación y hacerla mía, porque ¿para qué cita alguien si no es para atribuirse la belleza que otras personas han creado?

Hago un pequeño inciso para comentar que, aunque sea un poco grotesco, cuando pienso en la analogía que establecía al principio, la de la amputación, me hace gracia pensar en las personas que ponen citas literarias como pie de foto en redes sociales. No puedo evitar imaginarles en la calle, levantando muy alto el brazo sangriento que acaban de arrancarle a alguien y que les gotea por la cara mientras gritan: “NO ES MÍO PERO, ¿A QUE ES BONITO?, ¿EH?, ¡¿EH!?

Habiendo refrescado la asociación negativa del principio con el fin de que el que lee lo tenga más fácil para adherirse a mi visión parcial, manipuladora y caricaturesca, continúo y digo que quizás sea cierto que crecer consiste en la pérdida paulatina de uno mismo. Lo que no puedo creer es que el despojo conlleve el vaciamiento, porque no es difícil darse cuenta de que nos es literalmente imposible dejar huecos sin rellenar y que, de hecho, si algo en lo que somos buenos es en tapar los agujeros por los que nuestra identidad líquida se escurre cada día, presas del horror vacui que somos.

Partiendo de esta hipótesis y tras un arduo proceso de investigación, he llegado a la sólida conclusión de que las citas y las referencias son el sustituto con el que rellenamos este espacio que antes ocupábamos nosotros, pero que ahora ocupan otros porque nos hemos escurrido por las goteras identitarias de nuestra construcción inestable. Lo que quiero decir es que, cites o no cites, crezcas o no crezcas, al final da igual, porque de ninguna manera vas a volver a ser tú nunca más.

Y ya está, y es lo que hay.


lunes, 5 de noviembre de 2018

Bienvenido


“¿Es su primera vez por aquí?”, pregunta el alcalde, y no tarda más de dos segundos en estallar en una de esas carcajadas que, incontenibles, empiezan en pedorreta de elefante y terminan en aullidos de hiena. A la derecha del escritorio, el hombre con calva de cura suelta el taco de documentos sobre la mesa como si quemara y estruja la cadera para poder mirar al alcalde mientras ríe a unísono cual compañero de atril que busca el compás de entrada. A la izquierda, un insectil funcionario-palo de facciones labradas directamente en hueso echa la cabeza hacia atrás y ríe también, él en un “al revés” alcayático imposible, sin siquiera apartar las manos de la máquina de escribir que tiene enfrente. Todos ríen así durante un rato hasta que el alcalde, humeando a trompicones como una caldera rota, aprieta su puro contra el cenicero y empieza a toser violentamente. “Menos mal que estamos curaos de tó”, dice levantando su copa y sacando un clavo con otro de un solo trago.“En fin, lo siento.” Arrastra con el dedo lágrimas imaginarias a través de sus mejillas. “Como usted comprenderá, uno se tiene que tomar este trabajo con humor”. La sonrisa a medias es educada, pero esconde tedio, porque sabe que no soy de los que le ríen las gracias.

Bolígrafo en mano, revisa los papeles que le ha entregado el cojo y que, supongo, tienen algo que ver conmigo. “Confirmamos pues que es usted Rafael de nombre, Alifranca de apellido, y que se fue usted, como aquel que dice…” Hace una pausa aquí y me mira, entre divertido y triste. “Vaya, menuda suerte amigo”. “Así son las cosas”, digo encogiendo los hombros. “En cualquier caso”, corta el alcalde, recomponiendo su jovialidad, “no tiene usted que preocuparse, que ha ido a caer al mejor sitio, no se hace usted una idea”. “Fíjese”, exclama mientras muestra con sus dos manos el mapa a sus espaldas, “que es esta la jurisdicción más grande de por aquí. El mapa, sin nombre, muestra un pueblo con forma de sombrero, delimitado por una línea amarillenta tras la cual se extiende un océano de gris, enranciado por el paso de los años. Es el único adorno de una pared completamente desnuda, al menos si uno no cuenta las grietas que invaden, como arrugas, o quizás más bien como heridas, la piel polvorienta del despacho. Lo de “despacho” es, claro, una cortesía, teniendo en cuenta que la habitación no parece ser más que una ruina con techo en la que hasta los muebles, desconchados y paticojos, piden clemencia a través de crujidos de dolor silencioso, dolor antiguo y astillado. Tortura así su escritorio el hombre a mi izquierda, largo y amarillento, golpeando la máquina de escribir con prisa mientras el calvo de la derecha le grita con voz chillona: “Puerto Román, cinco; Moreras, treinta…” “¿Moreras? ¿Treinta?” pregunta el largo, sorprendido. “Accidente de autobús el miércoles pasado. Un grupo de turistas de México” acota el calvo, y continúa su perorata: “Valle Ortuño, tres…”. 

Distraído por los malabares estadísticos que cruzan el espacio entre el alcalde y yo como pelotas de tenis, apenas me doy cuenta de que ha seguido con su monólogo hasta que, siguiendo una de las pelotas verbales que van de camino al largo, reparo en que el alcalde va ya por la mitad de lo que es seguramente su tercera frase. “… pero eso eran otros tiempos. Ahora la cosa está regular y a los que os toca empezar por lo más sencillo os ponemos a pringar como si supierais de lo que va esto. En fin, si te interesa, nos vendría bien que te encargaras del bar de la avenida, el “Más aquí”, que es sin duda un símbolo nuestro, de los más queridos, pulmón y cerebro, que diría yo, de la vitalidad social e intelectual de nuestra humilde comunidad. Por supuesto lo último que quiero es cargarle a usted el muerto, pero si le atrae la idea sepa que allí le esperan. Le esperamos.” Esto último lo desliza a través de su sonrisa amarronada. 

De nuevo, me encojo de hombros. Necesito marcharme de este lugar, huir del olor a húmedo, del humo de puro que empieza a pincharme las retinas y del enervante runrún de cuervo del calvo. Fuerzo otra sonrisa, ahora menos convincente, y asiento sin saber a qué. “Supongo que no hay problema.” En respuesta, el alcalde levanta los brazos como un cristo gordo y feliz: “Claro que sí, hombre”. Se levanta con efusividad mientras deja caer sus brazos y adopta una postura de virgen piadosa, con las manos recogidas a la altura de la cintura y el cuello remetido en la camisa como una tortuga que sonríe complaciente. “Entiendo que esto es un momento difícil para usted. Mucho cambio, como el que dice. Pero le aseguro que una vez se acostumbre, no tardará en hacer de este lugar su nueva casa”. “Estoy seguro”, le digo en crescendo, intentando remediar un inicio de frase titubeante con un final enfatizado que parece sobresaltarle. “Ay amigo” - y aquí me pone la mano en el hombro y produce una media sonrisa paternal, como un San José sin melena – “lo que necesitamos por aquí es gente sin miedo, como usted, que se lance al toro sin mirarle los cuernos. Ya verá usted. Le aseguro que no tardará ni un día en darse cuenta de que sin duda es verdad eso que dicen de lo de pasar a mejor vida.”