“¿Es su primera vez por aquí?”, pregunta el alcalde, y no tarda más
de dos segundos en estallar en una de esas carcajadas que, incontenibles,
empiezan en pedorreta de elefante y terminan en aullidos de hiena. A la derecha
del escritorio, el hombre con calva de cura suelta el taco de documentos sobre la
mesa como si quemara y estruja la cadera para poder mirar al alcalde mientras
ríe a unísono cual compañero de atril que busca el compás de entrada. A la
izquierda, un insectil funcionario-palo de facciones labradas directamente en
hueso echa la cabeza hacia atrás y ríe también, él en un “al revés” alcayático
imposible, sin siquiera apartar las manos de la máquina de escribir que tiene
enfrente. Todos ríen así durante un rato hasta que el alcalde, humeando a
trompicones como una caldera rota, aprieta su puro contra el cenicero y empieza
a toser violentamente. “Menos mal que estamos curaos de tó”, dice levantando su
copa y sacando un clavo con otro de un solo trago.“En fin, lo siento.” Arrastra
con el dedo lágrimas imaginarias a través de sus mejillas. “Como usted
comprenderá, uno se tiene que tomar este trabajo con humor”. La sonrisa a
medias es educada, pero esconde tedio, porque sabe que no soy de los que le
ríen las gracias.
Bolígrafo en mano, revisa los papeles que le ha entregado el cojo y
que, supongo, tienen algo que ver conmigo. “Confirmamos pues que es usted Rafael
de nombre, Alifranca de apellido, y que se fue usted, como aquel que dice…”
Hace una pausa aquí y me mira, entre divertido y triste. “Vaya, menuda suerte
amigo”. “Así son las cosas”, digo encogiendo los hombros. “En cualquier caso”,
corta el alcalde, recomponiendo su jovialidad, “no tiene usted que preocuparse,
que ha ido a caer al mejor sitio, no se hace usted una idea”. “Fíjese”, exclama
mientras muestra con sus dos manos el mapa a sus espaldas, “que es esta la
jurisdicción más grande de por aquí. El mapa, sin nombre, muestra un pueblo con
forma de sombrero, delimitado por una línea amarillenta tras la cual se
extiende un océano de gris, enranciado por el paso de los años. Es el único
adorno de una pared completamente desnuda, al menos si uno no cuenta las grietas
que invaden, como arrugas, o quizás más bien como heridas, la piel polvorienta
del despacho. Lo de “despacho” es, claro, una cortesía, teniendo en cuenta que la
habitación no parece ser más que una ruina con techo en la que hasta los
muebles, desconchados y paticojos, piden clemencia a través de crujidos de
dolor silencioso, dolor antiguo y astillado. Tortura así su escritorio el
hombre a mi izquierda, largo y amarillento, golpeando la máquina de escribir
con prisa mientras el calvo de la derecha le grita con voz chillona: “Puerto
Román, cinco; Moreras, treinta…” “¿Moreras? ¿Treinta?” pregunta el largo,
sorprendido. “Accidente de autobús el miércoles pasado. Un grupo de turistas de
México” acota el calvo, y continúa su perorata: “Valle Ortuño, tres…”.
Distraído por los malabares estadísticos que cruzan el espacio entre el alcalde y yo como pelotas de tenis, apenas me doy cuenta de que ha seguido con su monólogo hasta que, siguiendo una de las pelotas verbales que van de camino al largo, reparo en que el alcalde va ya por la mitad de lo que es seguramente su tercera frase. “… pero eso eran otros tiempos. Ahora la cosa está regular y a los que os toca empezar por lo más sencillo os ponemos a pringar como si supierais de lo que va esto. En fin, si te interesa, nos vendría bien que te encargaras del bar de la avenida, el “Más aquí”, que es sin duda un símbolo nuestro, de los más queridos, pulmón y cerebro, que diría yo, de la vitalidad social e intelectual de nuestra humilde comunidad. Por supuesto lo último que quiero es cargarle a usted el muerto, pero si le atrae la idea sepa que allí le esperan. Le esperamos.” Esto último lo desliza a través de su sonrisa amarronada.
De nuevo, me encojo de hombros. Necesito marcharme de este lugar, huir del olor a húmedo, del humo de puro que empieza a pincharme las retinas y del enervante runrún de cuervo del calvo. Fuerzo otra sonrisa, ahora menos convincente, y asiento sin saber a qué. “Supongo que no hay problema.” En respuesta, el alcalde levanta los brazos como un cristo gordo y feliz: “Claro que sí, hombre”. Se levanta con efusividad mientras deja caer sus brazos y adopta una postura de virgen piadosa, con las manos recogidas a la altura de la cintura y el cuello remetido en la camisa como una tortuga que sonríe complaciente. “Entiendo que esto es un momento difícil para usted. Mucho cambio, como el que dice. Pero le aseguro que una vez se acostumbre, no tardará en hacer de este lugar su nueva casa”. “Estoy seguro”, le digo en crescendo, intentando remediar un inicio de frase titubeante con un final enfatizado que parece sobresaltarle. “Ay amigo” - y aquí me pone la mano en el hombro y produce una media sonrisa paternal, como un San José sin melena – “lo que necesitamos por aquí es gente sin miedo, como usted, que se lance al toro sin mirarle los cuernos. Ya verá usted. Le aseguro que no tardará ni un día en darse cuenta de que sin duda es verdad eso que dicen de lo de pasar a mejor vida.”
Distraído por los malabares estadísticos que cruzan el espacio entre el alcalde y yo como pelotas de tenis, apenas me doy cuenta de que ha seguido con su monólogo hasta que, siguiendo una de las pelotas verbales que van de camino al largo, reparo en que el alcalde va ya por la mitad de lo que es seguramente su tercera frase. “… pero eso eran otros tiempos. Ahora la cosa está regular y a los que os toca empezar por lo más sencillo os ponemos a pringar como si supierais de lo que va esto. En fin, si te interesa, nos vendría bien que te encargaras del bar de la avenida, el “Más aquí”, que es sin duda un símbolo nuestro, de los más queridos, pulmón y cerebro, que diría yo, de la vitalidad social e intelectual de nuestra humilde comunidad. Por supuesto lo último que quiero es cargarle a usted el muerto, pero si le atrae la idea sepa que allí le esperan. Le esperamos.” Esto último lo desliza a través de su sonrisa amarronada.
De nuevo, me encojo de hombros. Necesito marcharme de este lugar, huir del olor a húmedo, del humo de puro que empieza a pincharme las retinas y del enervante runrún de cuervo del calvo. Fuerzo otra sonrisa, ahora menos convincente, y asiento sin saber a qué. “Supongo que no hay problema.” En respuesta, el alcalde levanta los brazos como un cristo gordo y feliz: “Claro que sí, hombre”. Se levanta con efusividad mientras deja caer sus brazos y adopta una postura de virgen piadosa, con las manos recogidas a la altura de la cintura y el cuello remetido en la camisa como una tortuga que sonríe complaciente. “Entiendo que esto es un momento difícil para usted. Mucho cambio, como el que dice. Pero le aseguro que una vez se acostumbre, no tardará en hacer de este lugar su nueva casa”. “Estoy seguro”, le digo en crescendo, intentando remediar un inicio de frase titubeante con un final enfatizado que parece sobresaltarle. “Ay amigo” - y aquí me pone la mano en el hombro y produce una media sonrisa paternal, como un San José sin melena – “lo que necesitamos por aquí es gente sin miedo, como usted, que se lance al toro sin mirarle los cuernos. Ya verá usted. Le aseguro que no tardará ni un día en darse cuenta de que sin duda es verdad eso que dicen de lo de pasar a mejor vida.”
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