martes, 10 de marzo de 2020

Culpa al virus

El supermercado era un laberinto de estanterías vacías y carros abandonados en posición diagonal. Algunos incluso tumbados. Una verdadera tortura para alguien que, como yo, tenía que ir colocando en posición vertical los panfletos enganchados de cualquier manera en los parabrisas de los coches que se encontraba a su paso. Curiosamente, mi toc con los patógenos superaba en ese momento mi toc con el desorden. Me sentía como si hubiera sido involuntariamente arrastrado a una especie de macroexperimento en el que por fin podía probar de primera mano una de esas tonterías que se dicen con los amigos en las tardes de aburrimiento. Me refiero a preguntas del tipo: ¿te cortarías un brazo para salvar a tu hermana? Aunque bueno, en este caso la pregunta sería más bien: ¿te pondrías a toquetear los carros del supermercado, probablemente infectados, en mitad de una pandemia?¿Podrías soportar la tentación de alinearlos perfectamente, tal y como te encanta hacer?

B, a mi lado, me miraba con preocupación, sabiendo lo mal que debía estar pasándolo. El cierre de transportes metropolitanos la había pillado en casa y habíamos decidido quedarnos juntos hasta que se asentara la situación. Entiendo que no era su primera opción. Nadie quiere quedarse encerrada con un loco en medio de una situación así. Pese a todo, hacía lo posible por tranquilizarme. B siempre ha sido buena conmigo. Es una pena que las cosas se torcieran, después de todo lo que vivimos juntos. A veces la echo de menos.

Aquel día en el supermercado fue, en buena medida, el inicio del fin. Esto es algo que no deja de sorprenderme, teniendo en cuenta que, a juzgar por las películas, es precisamente cuando hay un apocalipsis zombi o un desastre nuclear que el amor debería hacerse más fuerte. En la salud y la enfermedad y toda esa parafernalia. Pero parece ser que lo humano - o en otras palabras, lo mediocre - siempre gana el pulso a lo trascendental y sigue su curso sin mayor sobresalto, ajeno a lo que pase a su alrededor. En nuestro caso era aún peor, porque no eran los zombis lo que nos atormentaba, sino algo mucho más mundano, como es la escasez. La escasez, más concretamente, de papel del váter. Y no se ha escuchado nunca nada de un amor que pueda prosperar bajo semejante amenaza.

Bien mirado, podríamos decir que fue su culpa. Nos habíamos dividido para tardar lo menos posible en conseguir los víveres necesarios y era ella la que había quedado encargada de todo lo relacionado con la limpieza. Insistió, además, en que escogiera yo la comida, aludiendo a mi intolerancia con ciertos sabores y texturas. Accedí, aún sabiendo que su idea de limpieza difícilmente podía equipararse con la mía. Mis temores se vieron confirmados cuando la vi aparecer sin papel higiénico. "Se habían llevado el último paquete, pero no te preocupes; hay en casa". Siempre me ha fascinado la capacidad de algunas personas para minimizar la importancia de los mayores desastres. 

Las cosas empezaron a complicarse en torno al final de la primera semana. El sábado quedaba apenas un cuarto de rollo. El domingo empezamos a echar mano de todo lo que no cumpliera un papel esencial en la casa y pudiera al mismo tiempo sustituir el papel del que carecíamos. Nos dimos cuenta de dos cosas: de que la palabra "papel" es de esas que suenan más raras cuanto más la dices y de que no hay tantas cosas que puedan funcionar como sustituto del tipo de celulosa específico que a nosotros nos interesaba. Las cortinas, demasiado rugosas; las enaguas del brasero, ni pensarlo; la cortina de la ducha, muy escurridiza; las páginas de mis libros; rígidas y amarillentas. Dada la inconveniencia de la mayoría de materiales que teníamos a nuestro alcance, el miércoles tuvimos que empezar a recurrir a prácticas poco ortodoxas. El jueves cortaron el agua. En lo más hondo de mi ser, no podía dejar de pensar que aquello era su culpa. 

Dado que el período de incubación del virus era de aproximandamente quince días, fuimos conscientes desde el principio de la probabilidad de que alguno de los dos lo llevara consigo. No me sorprendió, por lo tanto, cuando empecé a mostrar síntomas. Recuperamos una de las sábanas que habíamos apartado para otro propósito y me la puse por encima. Me pasaba el día con ella puesta, como un fantasma sudoroso. Por la noche temblaba violentamente en el regazo de B mientras ella me acariciaba el pelo y me susurraba al oído que todo iba a salir bien. Me habría repugnado el olor de su aliento si no fuera porque allí, en su regazo, reinaba un olor aún peor. Yo intentaba concentrarme en mis dolores, abstraerme de aquella falta de limpieza que por otra parte no era culpa suya. Ella creía que mis lágrimas se debían al miedo y al dolor. No se podía imaginar que eran lágrimas de asco. 

Juro que intenté no decirlo, pero en mi estado, la originalidad era un lujo que no podía permitirme. Tiritante, ojeroso, empapado en sudor, contuve el aliento mientras le decía: "No eres tú, soy yo". En mi mente la frase era otra: "No eres tú, es el papel de váter". Apenas podía mirarla a los ojos. Se marchó esa misma tarde mientras dormía. No dejó nota de despedida, quizás porque no quedaba papel donde poder escribirla.




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