domingo, 30 de diciembre de 2018

Las noches viejas

El pueblo está delimitado por la fina línea que separa los villancicos de las marchas fúnebres y su tamaño siempre es el mismo. Lo que hay más allá es lo desconocido, a la sombra de lo cual crece el miedo. Desde lejos, sin embargo, sólo se ven símbolos. Los símbolos son miedo hecho poesía, incertidumbre encarnada en letras. Nos confortan porque están hechos a nuestra imagen y semejanza. La ironía está en que son luego esos mismos símbolos los que nos crean a nosotros a su imagen propia, que no es otra que la nuestra, ajena ya por razones que se escapan a nuestro entendimiento. Así sucesivamente, hasta que alguien se aburra, que por ahora no ha pasado. Y si ha pasado, no se enteró nadie. Sería un problema político, social y todo lo contrario.

Los símbolos nos rodean y es difícil evitarlos. Esto es especialmente cierto algunos días, y lo digo con conocimiento de causa, que mañana es año nuevo y la fecha me arrastra cual huracán a su epicentro de símbolos y besos fríos en las mejillas. Me produce ansiedad no comprender lo que viene y me veo tentado a dejarme vencer a la calidez del símbolo. Pero se infiltran en mí los aires de la paradoja y pienso en cómo la despedida convertida en bienvenida no es más que tristeza, violada salvajemente por la alegría violenta y estruendosa de un grupo de borrachos hasta quedar irreconocible. Cojea mientras la acompañamos, sabedores de la cercanía de su final. Nuestro beso de judas bajo un mar de luces de cotillón es su golpe de gracia. Volverá para vengarse.

Tal y como siempre queda una esperanza de que alguien abra la ventana tras cerrar la puerta, o de que sean los astros los que realmente rigen nuestro destino como leí ayer, también queda bajo esta capa de intransigencia hacia lo humano la ilusión de que a las 00:00 del día simbolizado se desvelen de verdad las incertidumbres, y que sepamos todos que 2019 será nuestro año y podamos tirar los símbolos a la basura. Algo me dice, sin embargo, que vamos a necesitarlos, al menos mientras el símbolo siga obcecado en pisarle los talones a la realidad. 

Por la noche, las sombras se alargan sobre el pueblo y la música de cotillón varía su tonalidad tal y como lo hacen las sirenas de las ambulancias al alejarse urgentemente, huyendo de la fatalidad, que unas veces se evita y otras veces no.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

A partir de aquí

Fue así como, de lugar común que se había acostumbrado a transitar con zapatillas de andar por casa, su recuerdo pasó de repente a ser un callejón oscuro que siempre intentaría evitar, especialmente por las noches. De todos los momentos que compartieron, sólo se atrevió a guardar uno. Tiró los demás por la ventana, cercenando su memoria hasta que la convirtió en la misma extraña, tan lejana ya, que lo recogió aquel día en la esquina de siempre (la que se convertiría inesperadamente en la esquina de siempre). 

Aquella tarde recorrieron con silencio entrecortado el camino que él desandó una y otra vez años después, ya sin ella. Iban muy lentos, como funambulistas cuidadosos de no pisar fuera de la fina línea que unía sus dos mundos, todavía distantes en ese momento, mutuamente ajenos. Hablaron de temas universales, más por miedo de saberse extraños que por verdadero interés. Los nublos del día se convirtieron en sustancia metafísica, compuesto su gris por las partículas elementales que determinan la felicidad de la persona. Pero no llovía. Se paraban quietas las nubes como conteniendo el aliento. 

Él, nervioso, decía que "diciembre este año venía mojado y triste" cuando lo que realmente quería era preguntar si en aquel momento le amaba ya para toda la eternidad. Ella, desconfiada de su corazón ciego, asentía respondiendo que echaba de menos "los inviernos de sol frío" en vez de decir que más o menos, que lo que pasaba más bien es que se sentía eterna cuando le quería por momentos. No era el silencio entre ellos el incómodo, sino más bien los suyos propios, sus silencios respectivos, en los que se magnificaba la resonancia del choque oxymorónico entre las palabras "verdad" y "amor". 

Llegaron al portal como arrastrados por una marea de preguntas sin respuesta. Lo invitó a pasar primero, algo que a él le pareció inimaginable, aunque no sabía muy bien por qué.Que sí. Que no. Que qué estamos haciendo. Pues eso. Pasó ella, tensa como una isobara, señalando el inequívoco camino escalera arriba con un brillo cada vez más tenue y vacilante.Una vez llegados al piso certero, abrió la puerta, con la tentación de cerrarla tras de sí mordiéndole la oreja. No podía más. Se giró y le miró a los ojos. Detrás de ella, acumulados en una estantería, estaban todos los secretos que guardaba en formol y que nunca nadie había visto hasta ese momento. Ni siquiera ella se había atrevido a abrir  muchos de ellos aún. Lo miraba con intensidad mientras comenzaba a desvanecerse. Él se quedó así, mudo, observando cómo ya no iba siendo lo que hasta hace un momento había sido. Antes de desaparecer completamente, sólo le dijo: "A partir de aquí".

Durante años siguió frecuentando aquel lugar, inspeccionando una a una las conservas almacenadas. Pringaba su brazo hasta el codo en busca de un atisbo de las nubes grises, de aquel invierno sin soles fríos. Retiraba armarios y muebles, buscando en el suelo la línea de partida que le indicara ese "a partir de aquí".

Con el tiempo se rindió y, claro, se desvaneció también. Sólo quedaron un par de tarros de cristal que nunca nadie se atrevió a abrir.



lunes, 26 de noviembre de 2018

Capítulo tal, en el que hablo un poco sobre nada


Por lo general, cuando se citan otros autores se obtiene un resultado muy similar al que podría esperarse de la amputación casera de un miembro importante del cuerpo. Quiero decir que es un proceso brutal, sangriento, antihigiénico y, por lo general, inútil (salvo en casos muy excepcionales en los que hay amenaza de gangrena). Una vez hecha esta sangrienta asociación negativa, me será mucho más fácil que el que lee afirme con rotundidad cuando argumente sofistamente que citar no es más que una manera sutil de apropiarse del conocimiento de otros, forzando indebidamente las palabras ajenas hasta que éstas adquieren la forma, y por lo tanto el significado, que queremos darle.

En este proceso, nuestra mente (que no nuestro cerebro, dejemos en paz a los neutrales y objetivos órganos) juega un papel crucial, ya que es un arma de distorsión masiva cuya función no es otra que la de hacer el mundo que nos rodea más comprensible y acorde con lo que a veces nos da por llamar “nuestra identidad”. Esto ocurre especialmente con la literatura. Del mismo modo que se repite eso de que existen tantos libros como lectores, también es plausible decir que existe el mismo número de lectores que de posibles malinterpretaciones de un texto. Con esto no hago un juicio de valor, sino que describo la mi realidad, ya que podría decirse que somos malinterpretadores natos.

En realidad, suelto este discurso vacuo e innecesario, fruto del ímpetu procrastinador de alguien que huye siempre de hacer cualquier cosa que pueda considerarse útil por la sociedad, precisamente porque en el origen me habría gustado empezar este texto con una cita que me ha dado pereza me ha sido imposible encontrar, por lo que he tenido que inventarme una justificación para poder hablar con la mente tranquila de algo medianamente lúcido que alguien lo suficientemente importante dijo en un libro mínimamente conocido. Al menos espero que esto sea realmente el caso y no estar haciendo el panoli, atribuyéndole a alguien lo que en el fondo sólo me pertenece a mí.

Pero ¿Para qué vamos a engañarnos? Lo cierto es que me importa poco si pertenece sólo a mí o si vamos a partes iguales. Somos todos plagiadores, al fin y al cabo. Además, mira tú por dónde, es de esto de lo que quería hablar; de que el autor en cuestión dice que estamos acostumbrados a considerar el crecimiento como un proceso acumulativo cuando en realidad envejecer no es más que un progresivo despojamiento de todo lo que alguna vez fue nuestro, acabando obviamente por nuestra propia identidad. Por lo general creo que tiene más razón de un santo (la afirmación tiene, de hecho, aires de Nuevo Testamento) y que da igual que seas más despistado o menos porque al final todos nos acabamos dejando cosas por el camino, unas más importantes, otras menos. Por otro lado, no tendría gracia hablar del poder de distorsión de la mente si no fuera para ejercerlo sobre esta afirmación y hacerla mía, porque ¿para qué cita alguien si no es para atribuirse la belleza que otras personas han creado?

Hago un pequeño inciso para comentar que, aunque sea un poco grotesco, cuando pienso en la analogía que establecía al principio, la de la amputación, me hace gracia pensar en las personas que ponen citas literarias como pie de foto en redes sociales. No puedo evitar imaginarles en la calle, levantando muy alto el brazo sangriento que acaban de arrancarle a alguien y que les gotea por la cara mientras gritan: “NO ES MÍO PERO, ¿A QUE ES BONITO?, ¿EH?, ¡¿EH!?

Habiendo refrescado la asociación negativa del principio con el fin de que el que lee lo tenga más fácil para adherirse a mi visión parcial, manipuladora y caricaturesca, continúo y digo que quizás sea cierto que crecer consiste en la pérdida paulatina de uno mismo. Lo que no puedo creer es que el despojo conlleve el vaciamiento, porque no es difícil darse cuenta de que nos es literalmente imposible dejar huecos sin rellenar y que, de hecho, si algo en lo que somos buenos es en tapar los agujeros por los que nuestra identidad líquida se escurre cada día, presas del horror vacui que somos.

Partiendo de esta hipótesis y tras un arduo proceso de investigación, he llegado a la sólida conclusión de que las citas y las referencias son el sustituto con el que rellenamos este espacio que antes ocupábamos nosotros, pero que ahora ocupan otros porque nos hemos escurrido por las goteras identitarias de nuestra construcción inestable. Lo que quiero decir es que, cites o no cites, crezcas o no crezcas, al final da igual, porque de ninguna manera vas a volver a ser tú nunca más.

Y ya está, y es lo que hay.


lunes, 5 de noviembre de 2018

Bienvenido


“¿Es su primera vez por aquí?”, pregunta el alcalde, y no tarda más de dos segundos en estallar en una de esas carcajadas que, incontenibles, empiezan en pedorreta de elefante y terminan en aullidos de hiena. A la derecha del escritorio, el hombre con calva de cura suelta el taco de documentos sobre la mesa como si quemara y estruja la cadera para poder mirar al alcalde mientras ríe a unísono cual compañero de atril que busca el compás de entrada. A la izquierda, un insectil funcionario-palo de facciones labradas directamente en hueso echa la cabeza hacia atrás y ríe también, él en un “al revés” alcayático imposible, sin siquiera apartar las manos de la máquina de escribir que tiene enfrente. Todos ríen así durante un rato hasta que el alcalde, humeando a trompicones como una caldera rota, aprieta su puro contra el cenicero y empieza a toser violentamente. “Menos mal que estamos curaos de tó”, dice levantando su copa y sacando un clavo con otro de un solo trago.“En fin, lo siento.” Arrastra con el dedo lágrimas imaginarias a través de sus mejillas. “Como usted comprenderá, uno se tiene que tomar este trabajo con humor”. La sonrisa a medias es educada, pero esconde tedio, porque sabe que no soy de los que le ríen las gracias.

Bolígrafo en mano, revisa los papeles que le ha entregado el cojo y que, supongo, tienen algo que ver conmigo. “Confirmamos pues que es usted Rafael de nombre, Alifranca de apellido, y que se fue usted, como aquel que dice…” Hace una pausa aquí y me mira, entre divertido y triste. “Vaya, menuda suerte amigo”. “Así son las cosas”, digo encogiendo los hombros. “En cualquier caso”, corta el alcalde, recomponiendo su jovialidad, “no tiene usted que preocuparse, que ha ido a caer al mejor sitio, no se hace usted una idea”. “Fíjese”, exclama mientras muestra con sus dos manos el mapa a sus espaldas, “que es esta la jurisdicción más grande de por aquí. El mapa, sin nombre, muestra un pueblo con forma de sombrero, delimitado por una línea amarillenta tras la cual se extiende un océano de gris, enranciado por el paso de los años. Es el único adorno de una pared completamente desnuda, al menos si uno no cuenta las grietas que invaden, como arrugas, o quizás más bien como heridas, la piel polvorienta del despacho. Lo de “despacho” es, claro, una cortesía, teniendo en cuenta que la habitación no parece ser más que una ruina con techo en la que hasta los muebles, desconchados y paticojos, piden clemencia a través de crujidos de dolor silencioso, dolor antiguo y astillado. Tortura así su escritorio el hombre a mi izquierda, largo y amarillento, golpeando la máquina de escribir con prisa mientras el calvo de la derecha le grita con voz chillona: “Puerto Román, cinco; Moreras, treinta…” “¿Moreras? ¿Treinta?” pregunta el largo, sorprendido. “Accidente de autobús el miércoles pasado. Un grupo de turistas de México” acota el calvo, y continúa su perorata: “Valle Ortuño, tres…”. 

Distraído por los malabares estadísticos que cruzan el espacio entre el alcalde y yo como pelotas de tenis, apenas me doy cuenta de que ha seguido con su monólogo hasta que, siguiendo una de las pelotas verbales que van de camino al largo, reparo en que el alcalde va ya por la mitad de lo que es seguramente su tercera frase. “… pero eso eran otros tiempos. Ahora la cosa está regular y a los que os toca empezar por lo más sencillo os ponemos a pringar como si supierais de lo que va esto. En fin, si te interesa, nos vendría bien que te encargaras del bar de la avenida, el “Más aquí”, que es sin duda un símbolo nuestro, de los más queridos, pulmón y cerebro, que diría yo, de la vitalidad social e intelectual de nuestra humilde comunidad. Por supuesto lo último que quiero es cargarle a usted el muerto, pero si le atrae la idea sepa que allí le esperan. Le esperamos.” Esto último lo desliza a través de su sonrisa amarronada. 

De nuevo, me encojo de hombros. Necesito marcharme de este lugar, huir del olor a húmedo, del humo de puro que empieza a pincharme las retinas y del enervante runrún de cuervo del calvo. Fuerzo otra sonrisa, ahora menos convincente, y asiento sin saber a qué. “Supongo que no hay problema.” En respuesta, el alcalde levanta los brazos como un cristo gordo y feliz: “Claro que sí, hombre”. Se levanta con efusividad mientras deja caer sus brazos y adopta una postura de virgen piadosa, con las manos recogidas a la altura de la cintura y el cuello remetido en la camisa como una tortuga que sonríe complaciente. “Entiendo que esto es un momento difícil para usted. Mucho cambio, como el que dice. Pero le aseguro que una vez se acostumbre, no tardará en hacer de este lugar su nueva casa”. “Estoy seguro”, le digo en crescendo, intentando remediar un inicio de frase titubeante con un final enfatizado que parece sobresaltarle. “Ay amigo” - y aquí me pone la mano en el hombro y produce una media sonrisa paternal, como un San José sin melena – “lo que necesitamos por aquí es gente sin miedo, como usted, que se lance al toro sin mirarle los cuernos. Ya verá usted. Le aseguro que no tardará ni un día en darse cuenta de que sin duda es verdad eso que dicen de lo de pasar a mejor vida.”



sábado, 27 de octubre de 2018

El fumigador

Un cartel en la entrada reza: "Precaución, escalera recién desmemoriada". Aún se escucha al encargado fumigar por ahí, por el quinto piso, ahuyentando con su solución química los últimos recuerdos, los que han subido a esconderse en la azotea. El proceso de desmemoriarización tiene lugar cada cinco meses, más o menos. Las comunidades de vecinos más pudientes suelen hacerlo cada dos, razón por la cual aquí siempre se ven ojeras más largas. Esta noche, sin embargo, dormiremos bien. La memoria no armará jaleo fuera. 

Si inclinas la cabeza lo suficiente verás cómo una película viscosa recubre los peldaños de mármol, descendiendo lentamente en forma de catarata ralentizada. Son los recuerdos que, exiliados de su propio bloque, marchan allá donde alguien los quiera. Los hay tristes y felices, como ocurre en cualquier población. Entre el murmullo se escucha de todo, desde risas de borrachos que rebotan de pared a barandilla como pelotas de pinball hasta bostezos de currantes sin esperanza y jadeos de inquilinos que suben a duras penas con la compra a cuestas. Diría incluso que me parece escuchar  un par de respiraciones aceleradas, intentando seguramente disimular el frío de la madrugada con la candela fugaz de un encuentro esporádico, olvidado al día siguiente. No lo sé con certeza. Es difícil separar éstos últimos de los sollozos que en su día colgaron de camillas con cuerpos rígidos. También se van ésos. Se van por segunda vez, que no por última.

Creemos erróneamente que el desgaste de peldaños se debe al arrastrar cansino de dosmiles de pies a través de los años, pero son en realidad las cataratas de deshecho como éstas las que realmente contribuyen a la erosión de todas y cada una de las escaleras que plagan la ciudad. Son contenedores de memorias, difíciles de limpiar cuando éstas se agarran a las paredes del rellano como malas hierbas. 

Al poner el pie en el primer peldaño pierdes momentáneamente la estabilidad y miras la señal de precaución como para recordar lo peligroso que es resbalarse con un recuerdo. Más de un vecino ha acabado en el sótano por menos.

 

lunes, 22 de octubre de 2018

Octubre

Octubre llegó cortante y nos pusimos a sangrar. La imagen nos provocó tanta vergüenza, por lo predecible y lo poco ocurrente de su escaso poder metafórico, que nadie de entre nosotros se atrevió a aceptar de puertas para fuera lo que dentro era tan desgarradoramente obvio. Al principio, claro, intentamos tapar las heridas como el que parchea una rueda de bici, usando pegamento extra-fuerte para fijar sobre éstas los trozos sobrantes de piel que nuestras abuelas acumulaban en cajas de galletas vacías. La hemorragia imparable, sin embargo, no tardó en demostrar la provisionalidad de nuestro invento. En poco menos de una semana nos dimos cuenta de que era imposible salir a la calle sin arriesgarse a ser descubierto, así que la mayoría optó por quedarse  en casa acumulando sangre en tarros de espárragos blancos (o en su defecto, de garbanzos). No sé para qué especifico en realidad, si lo cierto es que, desesperados, pronto empezamos a usar cualquier tipo de recipiente y ninguno de ellos sirvió para contener la marea carmesí que desde lejos parecía más bien negra, como el alquitrán.

No fuimos capaces de aceptar la situación ni siquiera en noviembre, cuando ya habíamos sido todos arrastrados fuera de nuestros hogares por la corrientes del mar sanguíneo que inundaba nuestra antes gris ciudad. Ahora flotábamos en el plasma que habíamos llevado dentro hasta hacía poco, pero aún así intentábamos mantener la normalidad, y si al sacar vigorosamente la mano a la superficie para saludar a un conocido nos salpicaba una gota en el ojo, nos esperábamos hasta que este se diera la vuelta para limpiarnos. Todo olía y sabía a hierro, hasta tal punto que ya no éramos capaces de distinguir entre cubata y agua, ni  entre tabaco y lavanda, ni siquiera entre humo y oxígeno. Por supuesto señalar esta situación seguía siendo algo extremadamente incorrecto, razón por la cual era difícil encontrarse con alguien con quien poder compartir una opinión, aunque fuera soterrada, sobre la catástrofe. 

Precisamente por su escasez, atesoraba los momentos de despiste en los que la gente se olvidaba de la regla de oro, hundiéndose sin remedio en el ridículo de la situación. Pasó aquella vez en la cola del banco cuando alguien se intentó limpiar con la mano una manchita en la comisura del labio, dejándose un restregón granate a lo largo de todo el moflete. Nuestros ojos se cruzaron en una explosión de complicidad. Fue justo entre esa mirada y la sonrisa melancólica que la siguió cuando me di cuenta de que era ahí, en los momentos de guardias bajadas y churretes de sangre, cuando el esfuerzo titánico de mantener la esperanza me parecía al menos un poco más fácil. 







domingo, 7 de octubre de 2018

Los salvadores


El otro día, una señora levantó la vista de su lectura y preguntó con horror: "¡¿Qué será de los niños?!". El borracho de la esquina levantó la mano como saludando y contestó, "Pues los niños jugarán como siempre lo han hecho, señora". Cada uno con un recipiente busca respuestas, bebiendo con placer masoquista su veneno fermentado particular, uno de la uva; otro de lo que surge al mezclar polvo con la sangre de bichos muertos. La diferencia es que los libros no se reciclan, sino que se acumulan como losas sobre el suelo de una ciudad que colapsa lentamente bajo el peso de su propia historia, muda y pronto olvidada. Cada uno de estos es un cementerio sobre el que llorará un insensato, regando lo inerte en un sublime acto de estupidez (siendo lo sublime directamente proporcional a lo estúpido).  

Mientras tanto, mientras las viejas de la parroquia, los futbolistas frustrados, los domadores de gatos, los articulistas de media cara, los presidentes de congresos masacrados, los pilotos de taburetes de bar y en definitiva, todos los que nunca llegaron a ser; mientras juegan como niños a apilar páginas y decorarlas con conchas que pronto se llevará una ola traicionera, se descoloran al sol los grandes olvidados. Chillan a través de sus mordazas las voces que nunca llegaron a oírse y se funden en el plástico los ecos carcomidos que se corroyeron hace tiempo en los jugos de su propia ilusión caducada. Hablo de los paladines del folclore, que representan el zeitgeist de su época mejor que cien mil autores autocomplacientes, pero que están marcados por el estigma del tiempo. Es normal: un libro se escucha de tantas maneras como lectores existen; pero la música... la música es lo más cerca que uno puede estar de la objetividad. La música es realidad en estado puro, entendiendo la realidad como pasado encapsulado en presente, agitado como gas en expansión. 

En el fondo todo se reduce a una cuestión de sinceridad. Un libro deja mucho margen al autoengaño. Un libro refleja y afirma lo que uno es. Leer no es más que un ejercicio de narcisismo camuflado. Una canción, por otro lado, reventará en nuestra cara y nos obligará a enfrentarnos no con un reflejo en letras de nuestra mente; sino con la realidad, afilada, sin pulir, bruta. Deberíamos dar las gracias más a menudo a los héroes silenciosos con sonrisa eterna que se desintegran en mercadillos de barrio y en gasolineras de Castilla. Nos recuerdan lo que somos de verdad, al contrario que los libros, que se dedican a embriagarnos y a empujarnos a la autofelación (como si no fuéramos ya lo suficientemente autofelacionistas). Deberíamos de darles las gracias porque, a su manera, se sacrifican cada día por la humanidad.
















domingo, 23 de septiembre de 2018

Señales

Se va, me voy, te fuiste, nos fuimos, se ha ido. 

Las señales del destino ahora no son más que armatostes metálicos adornando las paredes de un estudiante eterno que vive ajeno al tiempo, volviendo de vez en cuando a tumbarse en su cama de noventa para sumergirse en el celuloide de películas que pronto no podrá permitirse ver. Imaginar es para él recordar situaciones que no existieron, pero que toman forma y cuerpo de repente, provocadas por la ráfaga inesperada de un aroma cautivo. Si en este proceso apareciste por alguna esquina, que quede claro que no fue más que una mera casualidad, porque caras son comodines en este juego, tan impregnado en el jugo de lo personal que acaba por resecarse y convertirse en anónimo. 

No es lo ideal, pero no por eso es menos cierto que incluso la carta más personal e intransferible puede tener varios destinatarios. La escribió pensando en ti, eso seguro, pero de camino al buzón se cruzaron en su camino mil y una historias posibles que acabaron por confundirlo. Para cuando puso su mano en la ranura, temblaba ya con la duda de no recordarte. Envió la carta sin saber ya quién eras, con los dedos cruzados, pidiendo a Dios que la dirección escrita fuese la correcta. Nunca fue creyente hasta ese momento de tensión insoportable. Volviendo, una sonrisa, un movimiento sinuoso de nalga o incluso un roce mucho más ruidoso por dentro que por fuera; cualquiera de estas cosas pudieron actuar de calzadores con los que nuestro ceniciento particular intentó probarse tacones que siempre venían demasiado grandes. Por eso andaba siempre a trompicones.

Sentado en el metro, epicentro de sus historias, se preguntaba siempre: ¿Qué pasará con las cartas que no llegan nunca?





sábado, 15 de septiembre de 2018

IV Congreso Científico de Villamenor


No paraba de restregarse las manos sudadas sobre la pana gorda de los calzones. Los ojos del alcalde viajaban fugazmente de una bata blanca a otra, algo que, unido a sus labios rígidos y a los chorros de sudor que surcaban su frente, erosionada por el azote inmisericorde de la genética, le confería a su gesto un cierto carácter epiléptico. Sus continuados carraspeos no hicieron nada por acallar el murmullo que su afirmación había levantado, por lo que el excelentísimo Vicente, alias El Leñaor, continuó su discurso inaugural, intentando surcar sin remos el mar revuelto de comentarios airados y exclamaciones impropias de tan distinguidos sesos.

—No podemos olvidar que, en el fondo, datos tan escalofriantes como éste no hacen más que reflejar el hecho vergonzante de que, tras más de cuatro años de investigación, la comunidad científica no ha sido aún capaz de explicar con un mínimo rigor los orígenes de El Artefacto.

Tal y como él esperaba, su afilado comentario acalló los murmullos con una sordina de culpa y vergüenza.

Era ya el cuarto IV Científico de Villamenor, siempre coincidiendo con el aniversario del descubrimiento de El Artefacto; pues si el pueblo había conseguido reservarse un lugar privilegiado en el mapa de la provincia, todo era sin duda gracias a ese afortunado día en el que Jacinto, el de la Bernardica, se había encontrado con el extraño artilugio cuando iba de camino a hacer soleras. El hallazgo no tardó en llamar la atención de la prensa internacional, y lo que empezó como una serie de visitas esporádicas acabó institucionalizándose a marchas forzadas, atrayendo eventualmente a una multitud de personalidades del mundo de la ciencia que, durante tres días, colonizaban el pueblo para discutir sobre uno de los mayores enigmas de nuestro tiempo.

—En efecto, la lentitud e ineficacia de la que su gremio ha hecho gala en una tarea tan urgente como ésta es francamente inexplicable. Me comentaba antes el doctor Stronjholm, venido desde la universidad de Oslo, que le parece increíble que nadie haya sido capaz de ofrecer una teoría más o menos definitiva tras tan largo período de tiempo, y no puedo más que acompañarlo en su confusión, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de mentes brillantes que han sido llamadas aquí por este enigma, sirena maldita de los marineros del conocimiento.

Antes de continuar, el alcalde cambió de página con dramatismo, como había visto tantas veces hacerlo a los políticos en la tele.

 —Desde luego no será por falta de originalidad y entusiasmo en el desarrollo de teorías. Entre ellas cabe destacar la ya célebre hipótesis avanzada por McCormack (2011), la cual defendía que El Artefacto no era más que un extravagante sistema de afeitado. Para defender esta idea, usaba las hendiduras en la parte gomosa exterior de las circunferencias como prueba de que, con el diseño adecuado, se podrían encajar en éstas una serie de aplicadores de espuma en la izquierda, así como un número determinado de cuchillas en la derecha; todo esto de tal manera que, moviendo la manivela, uno podría llegar a afeitarse con tan sólo girar levemente la mano. Johansson y Senstein (2013) refutaron su hipótesis y defendieron la idea, más plausible por otra parte, de que en realidad El Artefacto habría funcionado como un sistema de secado mediante el cual, introduciendo la ropa entre las varillas de metal y girando la manivela a gran velocidad, uno podía obtener resultados sorprendentes (aunque se recomendaba poner a prueba su funcionamiento en exteriores). Otra propuesta de alto valor imaginativo, aunque desacreditada por consenso, describía El Artefacto como un proyector de cine artesanal, en el que la estructura quasi-triangular del centro se usaría para posicionar una luz, incidiendo ésta directamente sobre una serie de fotografías que, sujetas a las hendiduras (aquí notamos la influencia de McCormack), se sucederían una tras otra, creando sensación de movimiento. Todas y cada una de estas hipótesis han supuesto grandes avances en nuestra búsqueda de la verdad, pero ninguna de ellas parece ser capaz de proporcionar una explicación con carácter definitivo. Es por eso que ustedes están aquí esta semana, participando en las jornadas que arrancarán tras la recepción de vino y canapés que encontrarán a la salida de este auditorio.

Un brazo blanco surgió de la homogeneidad de la grada como una hilacha suelta en una sábana. Tras hacer el alcalde un gesto de afirmación en su dirección, el científico formuló su pregunta:

—Sí. Hola. Simplemente me preguntaba cuándo podremos ver el objeto en cuestión. Muchas gracias.

 El alcalde sonrió paternalmente, percibiendo el tono impaciente que la imperiosa curiosidad científica imprimía en la voz del joven investigador.

—Oh, no se preocupen por eso, estará disponible a primera hora esta tarde.

El alcalde paró en seco, dudando si ofrecer más explicaciones. Cuando por fin se decidió, encogió los hombros y se acercó al micrófono, en un intento de envolver su confesión en un aura de confidencialidad:

—Verán ustedes, la razón por la que El Artefacto no está aquí ahora mismo es que el hijo de Bonifacia, el Aitorcillo, se lo lleva todos los miércoles antes de comer. Resulta que un día se topó con él en el ayuntamiento y claro, como es tan inocente y juega con todo lo que ve, pues se lo llevó rodando, con el resultado de que le cogió el gusto a tirarse cuesta abajo. El caso es que Eustaquio, el médico, nos dijo que al niño, que nació con dificultades, le venía muy bien dar paseos al aire libre y por eso, desde ese día, le dejamos que se dé una vuelta con El Artefacto todos los miércoles antes de comer, porque ya que no sabemos qué utilidad darle, pensamos que no podía hacer ningún mal que el chiquillo se entretuviera con él mientras tanto.

Los científicos que abarrotaban la sala sonrieron con dulzura ante las ocurrencias de Aitorcillo y, tras un breve aplauso, se levantaron a unísono para comer algo y prepararse así para las duras sesiones de trabajo que se avecinaban.




lunes, 10 de septiembre de 2018

No podrás creer lo que sucede después

"[...] Una vez hemos dado gracias, podemos comulgar, así como lo hicieron nuestros antepasados, en la eucaristía de los errores. El rito ha cambiado a lo largo de los años, obviamente. La influencia oriental, por poner un ejemplo, se hace notar en el "namasté"que pronunciamos al irnos del templo. También observamos un cierto influjo anglosajón en el "okay" que sucede a la hostia de nuestro entrenador espiritual (por cierto, ¿saben que antiguamente la hostia se daba en forma de pan ácimo? Sería en el concilio de Coachella cuando se decide cambiar ésta por la que ahora conocemos, más directa y sincera). Por lo general, los creyentes actuales tienden a verse como una especie de seres históricos excepcionales, ajenos a las corrientes homogeneizadoras que ya estudió el filósofo @amorsinhache en su tuit del 20 de abril de 2016. Pero esto dista mucho de la realidad. De hecho, muchos se sorprenderían de ver hasta qué punto se pueden trazar líneas de comunicación directas entre los pueblos primitivos de nuestros abuelos y padres hacia nosotros mismos.... 
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sábado, 25 de agosto de 2018

Conversaciones imaginarias con una trucha de río colgada en la pared (primer premio)

Tras hablar durante más de tres horas seguidas, Marta decidió que era hora de terminar su diálogo con Fermín:

Resumiendo, han sido un par de días duros. A ti, que huyes de la gravedad de las cosas desde tu alcayata, te sonará a broma, pero te aseguro que a veces puede ponerse complicado por aquí abajo. Te pido perdón por hablar tanto, pero lo cierto es que siempre me siento mejor tras observarte durante largas horas muertas, divagando sobre cómo se verá la vida (o lo que sea) desde ese ojo gigante, que empequeñece todo lo que a través de él pasa. Me reflejo en él, o al menos lo hace mi silueta enana y gelatinosa, rodeada por un halo sobrenatural que da pistas sobre la existencia de otros mundos más allá de tu pupila. Lo sé porque percibo movimientos sutiles en la negrura pausada de tu ojo cuando te trato de tú, aunque no sé si es porque te alegras de ser mi interlocutor, o si es más bien porque te enfadas de que, encima de romper tu silencio, me atreva a tutearte (al fin y al cabo debes llevarme, al menos, veinte años de diferencia).

Soy consciente de que hoy he vuelto a caer en el error egoísta de hablarte sólo de mí, de mis calentamientos de cabeza y mis sueños semi-enterrados en realidad, pero no nos llevemos a engaño: ¿Qué puedes contarme tú, que llevas en mi salón más tiempo del que puedo recordar? Podrás arrancarte, si acaso, con un par de reflexiones afiladas por los años sobre mí, cosas que no sé y que nunca podré saber, porque aunque fueras capaz de hablar, no lo harías en el mismo idioma que yo. Dudo que tus branquias tengan la capacidad siquiera de pronunciar tu nombre. A ver, prueba: "Fermín", "FER-MÍN". Lo sabía. No eres más que un pez, sabio, pero pez al fin y al cabo. Tú sitio no está aquí, tumbado sobre esta tabla que debe de darte unos dolores de espina terribles.

Marta lloró desconsoladamente durante más de treinta minutos. Cuando llegó a los últimos sollozos, fase en la que normalmente uno se reconcilia a la fuerza con lo que se negaba a aceptar inicialmente, se levantó empujada por una determinación repentina. Esa noche llevó a Fermín al embarcadero y lo lanzó al agua sin ni siquiera despegarlo de la tabla barnizada en la que una chapa oxidada rezaba: "FERMÍN (primer premio)". Lo vio hundirse lentamente, inmovilizado por el pegamento y los años fuera del agua. Por primera vez en decenios lanzó destellos de plata, bañado en agua lunar. Marta nunca supo si sus lágrimas fueron de alegría, tristeza, miedo o paz. Quizás no eran lágrimas, sino simplemente el agua que hidrataba por primera vez los sueños sin vivir y se llevaba el polvo de los muebles acumulados en el universo escondido tras la pupila de Fermín. 

El pez siguió inmóvil hasta tocar el fondo arenoso, lleno de botellas y candados con inscripciones. Una vez allí, miró a ambos lados y, tras asegurarse de que estaba a salvo, gritó: ¡Me llamo Julián, coño! Acto seguido, Julián suspiró un racimo de burbujas juguetonas y se dedicó, por fin, a descansar, que era lo único que le interesaba como pez mayor que era.




domingo, 12 de agosto de 2018

Carreteras secundarias


Trajo con ella diez mil recuerdos de hojalata, mal atados a la espalda con una tela rugosa y agujereada. Al entrar en la habitación, se deshizo el hatillo y cayeron todos al suelo de mármol con un estruendo sobrecogedor, resonando metálicamente no en mis oídos, sino en algún lugar más profundo, difícil de identificar. Quede claro que no me refiero al corazón. Aborrezco a la gente que hace uso y abuso del órgano metafórico por excelencia, pues condenan así al inocente alcalde sanguíneo a una vida - varias, de hecho - de servidumbre sentimental bajo el yugo de los deseos y ensoñaciones más literarias y empalagosas de nuestro superyó, que en el fondo no es más 
que un ello duchado y afeitado, vestido de domingo. Si tuviera que escoger un sitio concreto, diría que fue en el húmero, por ser un hueso trascendental en la medida de sus posibilidades y humano en cuanto a que es rígido y prescindible. 

Resonó, como decía, el golpe. Todo el mundo en la estancia giró la cabeza hacia atrás con violenta urgencia, buscando al terrorista culpable de tal asesinato de silencio. Yo, única víctima, levanté con el puño los escombros de la vida que acababa de desmoronarse sobre mí y me incorporé como pude para enfrentarme a mi inevitable final. Malherido, escupiendo sangre, la miré, divertido. Me dijo que había venido por la carretera secundaria, aquella llena de baches y animales de ganado. Me dijo que se había encontrado conmigo, aún sin yo saberlo, y que me mandaba recuerdos, yo a mí mismo, aún sin yo quererlos. Después soltó la pistola que llevaba en la mano derecha y se agachó para recoger uno de los pedruscos más afilados. Aprovechando el despiste, uno de los presentes hizo amago de héroe, pero lo detuve con un gesto de mano. "Sería una pena", murmuré, "haber hecho todo este camino para nada". Su mirada cómplice fue lo último que vi antes de que me reventara la cabeza a pedradas.


domingo, 5 de agosto de 2018

Secadero

Berrean hoy en las calles las tristezas secas y cuarteadas, expuestas al sol inclemente de un domingo estéril de agosto. El mes despechado reduce a los habitantes por la fuerza y revela las miserias que, ocultas normalmente en la intimidad de una sombra húmeda y cenagosa, relucen ahora de un modo letal. Evaporada la cómoda confidencialidad del silencio pringoso del invierno, la desesperanza crece con cada gota de sudor que resbala, falsa esperanza de irrigación que nunca llega, a través de los cuerpos breves y lisiados por la luz, que se apilan en un amasijo de carne colgante y horas espesas.

En la Calle Mayor, un movimiento, un soplo de aire ágil recorre con curiosidad los restos de la civilización momentáneamente impedida, ajeno a la parálisis que lo rodea y que empieza a estrangularlo sin que se de cuenta. Silba una canción que nadie oye, despreocupado e incluso alegre, porque no tiene efecto sobre él la maldición de la luz reveladora. ¿Quién sabe? Puede que sea ésta precisamente la trampa más grande. Puede que los adornos precarios que cubren a medias la estancia de su niñez no resistan ni el más leve soplo de crueldad. ¿Resistirán un verano más los hilos putrefactos el envite de la brisa hervida?



martes, 31 de julio de 2018

Una refutación del tiempo lineal en re menor

El tiempo sucede de un modo extraño e incomprensible que, lejos de parecerse a una línea recta, recuerda más bien a un código morse de significado incierto. Líneas y puntos son, efectivamente, el símbolo más acertado para describir algo que es más intermitente que continuo y menos circular que sinuoso. Ni recorremos el tiempo a paso de peregrino sin fe ni lo atravesamos a la carrera como víctima que huye de lo desconocido. Más bien vamos a trompicones, teletransportándonos a través de agujeros negros que, vacíos como cementerios de recuerdos inertes, hacen de puertas improvisadas a personas desconocidas en las que acertamos a reconocer, gracias al contexto que nos ancla, una cierta idea de lo que creemos ser.

Ocurre así el tiempo de repente, de golpe y porrazo como dirían otros, trayendo a rastras los dos, diez o cincuenta años que nunca ocurrieron y que se derraman ahora por los recovecos de la arruga que siempre creíste que pertenecería a otra persona. También humedecen el abrazo que creías enterrado profundamente en tu piel olvidadiza pero que resurge ahora como una ruina desenterrada por el diluvio atemporal de las cosas que acontecen más de una vez sin que uno lo espere. El estropicio del tiempo se hace notar porque, como todo lo repentino, es impaciente, caprichoso y autoritario en su manera de ordenar. Somos esclavos del "Ahora aquí, después allá". Somos esclavos del miedo a despertar y no reconocernos, o lo que es peor, a despertar y no. Mañana, no recordaré más que el cementerio de historias sobre el que mi alma liviana atravesó una vida de sucesivas muertes y resurrecciones de mí mismo. En una de esas me perderé, pero da igual, porque el golpe del tiempo, el de los años que suceden todos a una, borrará con su contusión todo lo que fui y que no echaré ya de menos.





sábado, 28 de abril de 2018

¿Menos mal?

Menos mal. Menos mal que la verdad no triunfa en esa lucha milenaria del sentido común contra el propio. El primero es un Goliath torpe, impedido por el gigantismo de sus miembros y la lentitud con la que estos se coordinan. Hace ruido e intimida su voz potente como una manada de rinocerontes que, a rebufo los unos de los otros, embisten contra todo lo que se pone a su paso. Cegado por una furia sobrecogedora que no es más que un reflejo de su miedo a caer en el olvido, toma la calle día sí y día también para imponer su orden y dejar claro que la democracia no es más que un eufemismo millennial, una reinvención sofisticada de la ley del más fuerte ahora que ya podemos ser uno y varios en esa unión mística que nos invita a abandonar el plano terrenal en busca de un nuevo dios que es el dios de siempre (lo encontraremos en algún recóndito lugar de Twitter, seguro).

David sigue vivo, pero se esconde, porque ya no sabe matar a Goliath. Están obligados los dos a coexistir en el estrecho espacio que separa la sucesión de una idea "errónea" por otra que la corrija y luego por otra "errónea" y así para siempre jamás, en el círculo vicioso de lo que está bien y de lo que no. Goliath siempre sabe más y más fuerte y más alto, pero por algún motivo, nunca es suficiente para aplastar a David, que con su voz mínima es siempre el guisante bajo los cien colchones. Es una lucha interesante que nunca se televisa, pues la audiencia dejó de estar interesada en el eterno empate. Es lo que tiene, entender la vida como algo de victorias y derrotas, que lleva a la victoriosa derrota de la razón por la ignorancia que se cree otra cosa y lo vocea con orgullo. ¿No es abuso?





jueves, 4 de enero de 2018

Venganza

El pasillo era largo y angosto, lo que hacía imposible pasar sin al menos rozar cada uno de los objetos en exposición. Iba empujando levemente con el pulgar, tocando cualquiera de las partes del cuerpo de aquellas reliquias de ellas mismas, convertidas en polvo y números, inmortalizadas en un presente pretérito que capturaba una diversión efímera para celebrarla con el resto de los que por allí pasaban. No se detenía apenas, si acaso para golpear dos veces el pecho de alguna armadura brillante y dejar constancia de su presencia, efímera pero real al fin y al cabo.

Lo extraño de aquel lugar es que nunca se llegaba a un final. Haberlo lo había, pero alcanzarlo era cuestión de años y no había tiempo ya para realizar el esfuerzo. Era siempre más fácil avanzar en sentido contrario, es decir, retroceder que era avanzar. Llegaría en algún momento al origen del sonido, aquella campana de cobre que provocaba el único movimiento que aquellas estatuas realizaban: la cabeza, de arriba abajo, y después de vuelta a la mirada perdida, dirigida de una a otra y de otra a otra y así infinitamente. La vista se perdía en un punto indefinido. Seguía avanzando, empujando con el pulgar, redoblando el doble toque indicador de presencia, no exento de cierta desesperación solitaria. Era su reivindicación, su venganza contra aquel silencio que la volvía histérica, que lo volvía histérico. Sus gritos rebotaban en el pasillo. De vez en cuando sentía un doble toque en el hombro.